Rebajas


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Androides


Una bomba nuclear había devastado el planeta. Ahora en el 2067 las máquinas dominaban la tierra. Los humanos sobrevivían como podían ocultos en cuevas. Yo era uno de los pocos que combatía a los androides. El Post-Apocalsis había llegado. Mis armas eran una pistola y unas cuantas metralletas. De pronto la criatura deforme de metal vino hacia mí como alma que llevaba el diablo. Divisé sus ojos, su nariz forjada a base de acero y unas ramificaciones de cables que parecían ser sus manos. Iba a matarme. Lo sabía, pero vendería cara mi piel. Por un instante me sentí del mismo modo que el protagonista de la novela Soy leyenda de Richard Matheson. Apunté con el AK 47 a aquella bestia que al igual que sus compañeros deseaba ser la raza por excelencia del planeta. Aquellos robots tenían un ordenador implantado en su cabeza que pensaba por sí mismo. Eran más inteligentes que el ser humano, carecían de sentimientos, de metas y de sueños. Tan sólo tenían en mente terminar con todo aquello que tuviese vida ya fuera árboles, insectos o plantas. Se fabricaban en serie en la vieja planta de una fábrica. En breve colonizarían todos los rincones del mundo y poseían una ventaja respecto a cualquier especie. No se alimentaban, apenas necesitaban un poco de energía para sobrevivir. Hice fuego sobre el ser de metal. Saltaron chipas. El androide se acercó. Podía sentir su calor, la energía estática que irradiaba. Sin embargo, mis balas no surtieron el efecto deseado.

—¡Vas a morir!—me dijo con una voz similar a la de C-3PO.

Noté cómo me atravesaba el filo del metal. La sangre brotó y caí al suelo igual que un saco de huesos. “Insert coin”, me indicaba la maquina de aquel videojuego.


—¡Joder!—me han vuelto a matar me dije, mientras regresaba a la realidad y buscaba en el bolsillo del pantalón otra moneda de veinticinco pesetas.

Fatalidades



Tenía unas ganas bestiales de largarme de aquella playa. Las vacaciones habían sido un infierno. El hotel de cinco estrellas resultó ser de menos diez estrellas. Las camas de la habitación parecían haber sido extraídas de una escombrera. El retrete se asemejaba a un pozo ciego y de la ducha salía el agua mezclada con barro. La cama, es decir, un jergón de espuma estaba habitado por chinches, garrapatas y cualquier bacteria peligrosa. Pero eso no lo descubrimos hasta la mañana siguiente cuando comprobamos delante de un espejo la selva de picaduras, granos y hematomas diseminados por todas las partes del cuerpo. Hasta en la entrepierna se nos metieron aquellos bichos.
Mi mujer decía que teníamos que ser positivos. Habíamos pagado cinco mil euros por aquel viaje, de modo que debíamos disfrutar del itinerario que nos había preparado la agencia. Así, visitamos un parque natural en plena selva donde un león fugado casi nos devoraba. Al parecer el animalito se había fugado aprovechando un descuido de los cuidadores. Tuvimos suerte porque el rey de la selva sólo se ensaño con el coche. Eso sí, pasamos un rato desagradable observando sus fauces y sus dientes afilados como los colmillos de un vampiro, mientras rezábamos para que no rompiese el cristal y nos zampara. Tras seis horas de espera, varios indígenas del lugar lograron reducir a la bestia. Aun así, lo peor vino después, a la hora de la cena. Se trataba de un buffet libre compuesto de hojas, algas, plantas y lechugas. Al parecer en aquel sitio todos estaban a dieta. A mi mujer, una señora de cincuenta años, veinte kilos de más que se zampaba cualquier golosina que estuviese delante de sus ojos le parecía fantástico. A mí, adicto a la carne, una mierda.

Harto, decidí dar un paseo por la playa. Enseguida vislumbré el sol en la distancia igual que una piedra expuesta al fuego. A esas horas corría el aire y el mar se hallaba en calma, entretanto los peces se deslizaban inasibles por el agua. Coloqué mis posaderas en una roca y contemplé embobado el paisaje creyendo que únicamente por aquella magnífica panorámica el viaje merecía la pena. Por un instante experimenté la misma sensación que aquel individuo pintado por Friedrich siglos atrás subido a una roca, el hombre ante la inmensidad de la naturaleza se llamaba.

Terreno lejano


Todo salió mal. Y ahora llevábamos un cadáver en el maletero. Mientras observaba de reojo a mi colega Bruno, no podía desprender de mi retina cómo le había volado los sesos al tipo sin ni siquiera decir esta boca es mía. Apenas unas milésimas de segundo. Visto y no visto. Un disparo certero entre ceja y ceja fue suficiente para que el hombre de negocios, que se negaba a pagar a nuestro jefe la cuota por protección, pasase a mejor vida. Aquél era mi primer cadáver. La primera vez que vislumbraba la muerte tan cerca. Por suerte, nadie se había dado cuenta del trágico suceso, salvo tal vez el gato que vagaba errante por el callejón a las cuatro de la madrugada. Después de liquidarlo, cargamos el cuerpo en el coche y nos largamos a toda prisa como si el diablo nos persiguiera. Debíamos llevar al muerto a algún descampado, una zona alejada de la civilización para evitar que la policía nos incriminase. Bruno contempló la opción de descuartizar el cadáver. Cortarle los dedos de la mano, la cabeza y los dientes, por si algún médico conservaba en su registro dental los datos del tipo. A mí me dio pavor sólo con pensarlo. No me imaginaba con la sierra eléctrica, troceando las partes de su anatomía. La mejor opción y la más viable consistía en localizar un lugar apartado, un sitio donde jamás diesen con el empresario y luego enterrarlo. Podíamos cavar una fosa profunda y echar cal para que el cadáver desapareciera.

Mientras Bruno cruzaba la frontera de Sacramento pensé en lo que ocurriría si nos detenía la policía. Un faro estropeado, un problema en el vehículo o cualquier estupidez podía ser motivo más que suficiente para que una patrulla parase el coche, nos hiciera salir y lo registrara. De veinte años a cadena perpetua.

—Entra por ahí—dije entretanto divisaba en la distancia una zona bastante apartada—. Podemos cavar un foso unos kilómetros más allá.

Paramos en una zona desierta. Salimos del vehículo y al hacerlo comprobamos una cosa un tanto extraña. El maletero se encontraba abierto y el cadáver no estaba. Había restos de sangre como si hubiésemos perdido la carga.

—Por esta zona hay mucho chorizo—dijo Bruno intentando buscar una explicación lógica.

—¿Quién coño se va a llevar un cuerpo?

Y nos quedamos pensativos, al tiempo que contemplábamos el resplandor de las estrellas.

En el vacío


No sé muy bien lo que me llevó a robar aquel Cadillac. Tan sólo forcé la puerta, hice un puente y arranqué el coche. Tomé una de las salidas en dirección a la colina y conduje por la carretera. Eran las tres de la madrugada y sentía que debía hacer algo. El aire me daba de perfil. Había tenido una noche desastrosa jugando al póquer. Las cartas nunca me acompañaron desde el inicio de la partida. De modo que había perdido la nada desdeñable cifra de veinte mil dólares, los ahorros de toda una vida.

Ahora tan sólo podía pensar en ese instante. ¿Dónde dormiría esa noche? O, ¿qué haría si no podía pagar el alquiler del apartamento? Eran preguntas que desde luego no me importaban. Había ido a Hollywood una década atrás a probar suerte como guionista, pero tras tres años de película en película, lo único que había conseguido era una úlcera de estómago a causa del alcohol y de los continuos cambios que proponían los productores en mis historias. Para bien o para mal me sentía como un estropajo de usar y tirar. Mis escritos servían para producir filmes de serie B. Cutres bodrios financiados por la iglesia evangélica y cuyos protagonistas eran meros aficionados incapaces de aprender un diálogo.

Conduje hasta la colina. Detuve el Cadillac y pensé en que si me tiraba al vacío nadie me echaría de menos, bueno quizá algún cinéfilo si reparaba en mi nombre impreso en los títulos de crédito. Tampoco tenía a nadie en casa que me estuviese esperando. Así las cosas, pisé el acelerador y regresé a la carretera. Conduciría hasta el final, hasta que se terminara la última gota de gasolina. Y luego… Bueno, ya vería.

¡Sorpresa!


Piensas en hacerlo bien. Te convences de que esta vez no meterás la pata. Así, preparas la fiesta sorpresa de cumpleaños para que no se entere el interesado. Alquilas un local, lo habilitas para la ocasión. Ya sabes, un poco de decoración por aquí, unas cuantas mesas por allá. Traes el ordenador de casa. Seleccionas con minuciosidad la música que va a sonar en la fiesta. Luego elaboras una pequeña lista con lo que necesitas y vas a comprar sabiendo que perderás la tarde. A la hora de pagar reparas en que las cajeras del supermercado te observan de forma extraña mientras pasan los códigos de barras de seis botellas de whisky, diez de vodka, tres de ron y veinte de Coca cola. Haces ademán como queriendo decir que no eres un alcohólico y que esto no te lo vas a beber tu solo, que seguramente irán a la fiesta otros treinta tíos. Después te encargas de llenar el sitio con las provisiones de turno. Total, la broma te sale por una pasta gansa. Más tarde, llamas por teléfono al resto de colegas. Y les adviertes que no digan ni una palabra a quien cumple los años. Que va a ser una noche bestial y que todos van a disfrutar. Por último, te tomas la molestia de llamar al tipo para quien has preparado con tanto esmero la fiesta sorpresa. El chaval entra por la puerta. Y te quedas estupefacto al ver su rostro al tiempo que un coro de voces pronuncia su nombre y un felicidades. Satisfecho, te acercas al tío, le das una palmada en la espalda además de un buen tirón de orejas mientras te suelta: no, si mi cumpleaños no es hasta dentro de tres meses. Y entonces… Bueno entonces te quedas con cara de gilipollas.

El armario



He salido del armario. Llevaba mucho pensándolo y tras largas deliberaciones debo asumir las consecuencias que este acto conlleva. Sí, soy un poco mariposón para aquél que no lo sepa. Siempre me ha gustado ir de flor en flor y alimentarme del néctar prohibido. Pero para bien o para mal soy así. Y no lo puedo remediar desde que nací siendo una pequeña larva. Y no, no piensen mal porque no soy gay ni nada de eso.

Soy la pollilla que lleva meses en tu armario, ésa que ha ido devorando los tejidos de lana hasta dejar agujeros en tus prendas delicadas. Soy saprófago (o si lo prefieres, que me alimento de materias en descomposición) y a partir de ahora voy a hacer un favor al inquilino de este piso. El sujeto posee una envidiable estantería repleta de libros aunque creo que hace años que no lee ninguno. Me lo ha dicho una prima mía, un insecto psocóptero, que lleva semanas apolillando los volúmenes encuadernados en la biblioteca de la casa. Espero que el papel sepa bastante mejor que la lana. ¡Ah y espero no volverme tarumba devorando tanta letra estúpida que no sé qué significa!

En el cine



Cuando entré en el cine tenía pensado ver aquella película. Una mezcla de terror y suspense, una de esas superproducciones de Hollywood sin argumento profundo, concebidas para pasar un buen o mal rato, según se mire, comiendo palomitas y abrazando a tu chica.

Me instalé en las últimas butacas libres y esperé a que apagasen las luces. Justo delante de mí, dos jóvenes alababan las virtudes anatómicas de la protagonista. Mencionaban ciertas fotos que circulaban por la red de la actriz desnuda. Después comenzaron a contar de qué iba la película. No hay cosa que más me moleste que un par de estúpidos diseccionen hasta el último fotograma del film que he ido a ver.

—Sí, se la cargan—dijo solemne—. Creo que el monstruo la persigue por un bosque y luego la asfixia.

Tuve ganas de soltar un gancho de izquierda en el semblante del chico. Pero no lo hice. Me apoyé contra el respaldo y deseé que el proyeccionista pusiese a andar la bobina. El cine quedó a oscuras. Aun así la voz del chico continuó resonando en mi cabeza como el eco del viento en una gran arboleda.

Sin pensármelo dos veces, cogí mi jersey y lo coloqué alrededor del cuello del chaval que hablaba sin parar. Durante un instante pensé en que iba a gritar. Y apreté fuerte como no lo había hecho nunca antes en mi vida.

En la sala sólo se escuchaban las voces de los dobladores. Para mi estupefacción su amigo ni siquiera se había dado cuenta de que había silenciado a su compañero para siempre. Salí del cine como una sombra, bajé las escaleras que daban a la calle y pensé en que ahora era yo un homicida. El asesino de los cines Bretón titularían mañana en la portada de los diarios locales y nacionales.

Chica, chico qué lío.



Si uno permanece atento puede darse cuenta de las historias que ocurren a su alrededor cuando sube a un autobús urbano. Relatos del tipo chico se enamora de chica y no es correspondido. Y si lo es, pues quizá esa noche mojen en la parte de atrás del coche del chico. O chica que se cambia de lugar porque el chico con el que comparte asiento huele mal, lleva varios días sin ducharse y le mira de forma insinuante las tetas.

O chica se enrolla con chico de quien no puede desprender la mirada y deciden montar un trío con el otro chico que viaja detrás y está próximo a bajarse en la siguiente parada. O chico intima con otro chico e intercambian números de teléfono para compartir la intimidad en un descampado o en unos baños públicos. O chica guiña el ojo a otra chica y se morrean en mitad del autobús ante la estupefacción de los señores más mayores que profieren quejas del tipo qué vergüenza mientras sienten una descomunal envidia por dentro, deseando como animales en celo que la chica les hiciese aquello.

O chico se propasa con chica, recibe un guantazo y debe intervenir la policía. E incluso chica y chico se levantan de sus respectivos asientos para dejar sentarse a la ancianita de turno, mientras deslizan delicadamente la mano llevándose consigo la cartera de la vieja. O chico enciende un porro y termina en urgencias por el puñetazo que recibe del conductor del autobús.

Monotonía



¿Por qué no olvidar? Para alejarme de ti. Para terminar de una vez con esta relación que parece una cárcel de días interminables, de noches tristes durmiendo en la misma cama, pero a kilómetros de distancia, en islas remotas, la una de la otra. Para no tener que esperar cada mañana en la puerta del baño mientras escucho en la cocina cómo saltan las rebanadas de pan de la tostadora. Para no tener que decir adiós cuando salgo de casa en dirección al trabajo. Para no llenar los huecos del silencio corrigiendo exámenes y preparando estúpidas clases de alumnos a quienes les importa lo más mínimo Unamuno, García Lorca o Raymond Carver.

Desde hace un tiempo la monotonía se ha apoderado de nuestras vidas. La rutina parece tan previsible que la sola idea de escapar nos aterra como los fotogramas de la Matanza de Texas o de Holocausto Caníbal. Y lo más triste es que nos hemos acostumbrado a esa agonía. A veces, desearíamos huir, marcharnos y hacer otras cosas, pero ya no hay tiempo porque los días nos devoran como pirañas hambrientas en una pecera. Existe una hipoteca de por medio, un coche pagado a medias y los gemelos que están en camino. Es lunes. Suena el despertador y hay que ir otra vez a la oficina. Y así un día, otro y otro más, hasta que tú o yo terminemos para siempre con esto.

La llamada


Cogí el teléfono y alguien, con una voz grave, me dijo que me iba a matar. Al principio lo achaqué a una de esas bromas que gasta algún gracioso que no tiene nada mejor que hacer. Luego al pulsar la tecla para identificar la llamada me di cuenta de que se trataba de un número oculto. Me quedé pensativo durante unos instantes. ¿Y si era verdad? ¿Y si alguien me quería matar? Que yo supiera no tenía enemigos. Aun así, empecé a elaborar una pequeña lista de posibles candidatos a homicidas: mi ex mujer, el vecino del cuarto con quien tuve un conflicto a consecuencia de la rotura de una tubería, un compañero de trabajo que nunca me saluda, la asistenta a quien llevaba más de seis meses prometiendo un aumento de sueldo y nunca lo hacía o el desconocido que me observaba de reojo en el bar. Sentado en el despacho de casa sopesé la posibilidad de morir en ese preciso momento. ¿Cómo sería? ¿Un vaso de veneno? ¿Una jeringuilla que me clava un tipo en el ascensor? ¿Los frenos del coche que no funcionan? Casi sin querer empecé a rallarme con pensamientos inútiles, obsesiones provocadas por una estúpida llamada. Sí era una chorrada, me dije, hasta que oí el timbre de la puerta…

Maltrato



Hace tiempo que las voces y los golpes se instalaron en el piso. Hace tiempo que dejó de quererlo. Muchas veces ha soñado con abrir la puerta de la calle y marcharse. Muchas veces ha llorado en silencio, soportando palizas y malos tratos. Jamás ha sido capaz de denunciarlo, ni siquiera se lo ha contado a su mejor amiga. Aun recuerda cómo empezaron los cambios. Fue un día en el que se dejaron entrever los celos, un temperamento posesivo y unos modales cuanto menos cuestionables. A partir de entonces se terminaron las tardes de abrazos, los besos furtivos en el parque, los días comiendo helado y las risas de enamorados. ¿Dónde estaba aquel chico amable, bueno y sincero que le había cautivado? Tenía que ser valiente y largarse de allí como la Mujer Maravillosa que era, aunque él ya no lo creyera.

Viajar


Siempre había soñado con ir a Estados Unidos y recorrer con el coche la mítica ruta 666. Siempre que veía un documental en la televisión de personas en otros lugares me entraban unas ganas enormes de viajar. Canadá, Senegal, Colombia, el destino me daba igual. Tan solo buscaba evadirme de la realidad, conocer otras culturas, diferentes costumbres o la gastronomía del lugar.

Sería estupendo conocer a otras personas y experimentar nuevas vivencias. Sin embargo, solía pensar en los inconvenientes: actualizar el pasaporte, vacunarme, evitar que me robasen o secuestraran, traslados, tiempos muertos perdidos en los aeropuertos, mosquitos y enfermedades tropicales.

El caso es que tengo cincuenta años, estoy divorciado y lo más lejos que he llegado ha sido a cinco kilómetros de mi casa.

Años


Lucas se hallaba en una edad incierta; los chavales le consideraban un viejo. Si se encontraba con un chico joven en la cola del supermercado y éste tenía la intención de decirle algo la primera palabra que salía de su boca era señor. Entonces no se ofendía, simplemente pensaba en lo rápido que había pasado su vida en los últimos años. De los veinte a los treinta casi ni se había enterado. Podía resumir aquella década en 4 ó 5 fotogramas: noches de fiesta con un cubata en la mano, periodo de estudio en la universidad, su relación con Laura y la tele, tragando películas y series.

Para su madre continuaba siendo aquel niño que nació una tarde de marzo. Un niño envuelto en un cuerpo de mayor que seguía siendo incapaz de hacerse la comida, plancharse la ropa o hacerse la colada.

Sus amigos le consideraban un chico viejo que no había conseguido casarse. Y las chicas que entraba en los garitos de fiesta lo veían como alguien instalado en otra época a causa del poco pelo que poblaba su cabeza y la barriga cervecera adquirida con cervezas y dieta basura.

A pesar de todo siempre le quedaba el abuelo y su ánimo con su, pero si estás hecho un crío. Claro que el viejo contaba con noventa y nueve años.

Prensa



Era un habitual de la prensa escrita. Mis secciones preferidas del periódico eran los deportes y los anuncios de contactos, sobre todo los que enseñaban fotos de alguna chica ligera de ropa o dejaban entrever todo lo que una diosa del placer te podía hacer. El resto ni siquiera lo leía. Total, los periodistas siempre estaban inventado mentiras, conflictos que no existían o declaraciones cutres de los políticos de turno. Cuando tiré de la cadena noté cierto escozor en el trasero. Sí, debía cambiar pronto de diario. Con esto de la crisis la calidad del papel estaba mermando.

La enferma


Era muy guapa con los ojos azules, melena negra y medidas de vértigo. Con celeridad se tumbó en la camilla y se fue quitando la ropa igual que una striper. Noté un sudor frío recorriéndome la espalda. ¡Cómo estaba la tía! “Me duele aquí, doctor”. Osculté el pecho deseando sumergirme en aquellos dos esféricos. “Estoy muy malita” comentó mientras se deshacía de la parte de arriba del sujetador. Si ella estaba mal, mi mujer se asemejaba a un clon de la niña del exorcista poseída. Tragué saliva, deseando no cometer alguna estupidez. Tenía una figura envidiable para cualquier soltero necesitado de afecto. “Y aquí también me duele”, soltó mientras se disponía a desprenderse del tanga. Al instante sentí que algo dentro de mí iba a estallar. “Se… Se ha confundido, dije, esto es ginecología, el urólogo está un par de plantas más arriba”.

Bellísima persona



Se llamaba Alfred y tenía cuarenta y nueve años. En su tiempo libre, iba casi todos los días a misa, ayudaba a los invidentes a pasar la calle, colaboraba de manera altruista en una ONG, se preocupaba por los minusválidos y participaba en todo tipo de proyectos interesados en mejorar el barrio y la calidad de vida de los ancianos. Para sus vecinos era una especie de Mesías, una persona que sin esperar nada, ofrecía su tiempo a los demás. Trabajaba de gerente en un supermercado y siempre que podía, conseguía comida gratis para los indigentes, daba limosnas a los vagabundos y echaba una mano a quien necesitase un techo para pasar la noche. Una gran persona, como le definían sus amigos.

Pero lo que nadie conocía, lo que nunca llegarían a saber era su historia con la chica rubia, de ojos azules, bonita figura, a quien secuestró y retenía en el sótano, donde cada noche, azotaba, violaba y vejaba en su particular mansión de los horrores.

Conductores



Existen varias clases de conductores. Los hay con malas pulgas que en cuanto ven el mínimo atisbo de tráfico se ponen a proferir insultos y a pitar como si fuesen unos descerebrados. Les molesta cualquier cosa; el abuelo que tarda demasiado en cruzar el paso de cebra, el crío que le observa desde la acera o el vehículo delante del suyo. Son irascibles por naturaleza y se vuelven nocivos en cuanto tienen un volante en sus manos. No les importa bajarse del coche, montar una bronca de campeonato con el conductor de turno por cualquier tontería o liarse a tortas con quien sea.

En el lado opuesto están los tranquilos, quienes no se alteran ni siquiera si divisan una nave espacial en la carretera. Jamás se meten con nadie y sólo desean llegar sanos y salvos a su lugar de destino. Si otro conductor les pita hacen caso omiso. Si se da la circunstancia de que hay mucho tráfico esperan pacientemente en la carretera a que se disipe la caravana de camiones y vehículos. Sin embargo, hoy uno de esos tíos tranquilos se ha enzarzado en una pelea con un conductor descerebrado. La causa que su mujer se lo estaba montando con el otro fulano.

Interés



Antes, cuando tenía dinero en la cuenta, acudía a la sucursal bancaria y el director salía de su oficina sólo para saludarme.

— ¿Qué tal? ¿Cómo te va la vida?—me preguntaba.

Y me daba una palmada en la espalda, se interesaba por mis hijos e incluso en alguna ocasión me llegó a invitar a un café mientras me hablaba de atractivas inversiones, formas de rentabilizar al máximo los ahorros o me enseñaba pequeños trucos para tributar menos en la declaración de la renta.

A veces, la efusividad alcanzaba cotas inimaginables. Un abrazo o un fuerte apretón de manos lo refrendaban. Tanta amabilidad me desbordaba. Y más si procedía de alguien a quien apenas veía unos minutos al mes.

Con todo, me resultaba simpático con su impoluto traje azul y su porte de ejecutivo. Muchas veces me preguntaba por qué no conseguía marcharse de aquella sucursal con sus profundos conocimientos financieros. Si uno es capaz de obtener beneficios para otros era de idiotas no hacerlo para uno mismo.

Hace unos meses mi empresa de persianas quebró. Y ahora, suelo acudir a menudo a la oficina del banco. Sin embargo, el director se muestra inaccesible. O no está o se encuentra ocupado. Lo que cambian las cosas cuando se tiene la intención de pedir un préstamo.

La fiesta


Decidí no acudir con mi esposo al baile de disfraces porque me encontraba indispuesta. Al cabo de un par de horas me empecé a sentir mejor y opté por ir, pero sin decirle nada a Lucas. Ya le vería allí y le daría una sorpresa. La fiesta se celebraba en casa de unos amigos. Al entrar en el salón descubrí a un sinfín de personas embutidas en trajes cuyas máscaras ocultaban los semblantes.

Busqué con ahínco a mi marido, hasta dar con él, oculto detrás de un disfraz de arlequín. Qué guapo estás, dije. Y empezamos a bailar. Él parecía disfrutar. Cuando cesó la música nos fuimos al jardín, nos apartamos del resto e hicimos el amor. Resultó fascinante hacerlo con los disfraces y la máscara puestos, en un entorno de árboles, flores y pequeños arbustos.

Después regresamos a la fiesta, nos mezclamos con los invitados y le perdí. De modo que regresamos a casa cada uno por su lado.

Cuando llegué, él ya estaba allí.

— ¡Ha estado bien el polvo en el jardín!—dije.

— ¿De qué hablas?

— De ti y de mí montándonoslo en la fiesta de disfraces.

—¡Serás zorra! Si he estado toda la noche en el bar jugando al póker. —dijo mientras iba a la cocina en busca de una pistola.

Profesional


Me habían contratado para matar a aquel tipo. Se trataba de un hombre de negocios que sus socios querían quitarse de encima. Cada vez que aceptaba un encargo solía estudiar a fondo a la futura víctima. Aprendía su rutina, los lugares que frecuentaba, las amistades e incluso hasta donde aparcaba su vehículo. Estudiaba al detalle su vida, pues de eso podía depender la mía. Jamás había fallado. Y siempre que podía, disfrazaba el asesinato convirtiéndolo en un suicidio. No era nada fácil. Podía darse la posibilidad de que un individuo se cayese por las escaleras o desde un décimo piso, podía fallarle el líquido de frenos o también contemplaba la hipótesis de una muerte por sobredosis. Nunca había que dejar el mínimo rastro de mi presencia. Hacerse invisible se erigía en fundamental para llevar a cabo la empresa. Si te descuidabas y alguien te veía, existían dos opciones terminar en la cárcel o poner fin a esa otra vida. Coincidí con mi objetivo en el ascensor. Ambos subimos al tercer piso. Antes de que el elevador se detuviera, pulsé el botón y lo detuve. El hombre se quedó perplejo. No fue hasta que extraje la cuerda cuando comprendió que corría cierto peligro. No obstante, el individuo sacó una pistola, me apuntó entre ceja y ceja y disparó. Mientras la bala se dirigía hacia mí lo comprendí. Aquel sujeto era un profesional como yo, contratado por mi ex mujer.

Taxi



Se levantaba a las cuatro de la mañana y salía con el taxi. A esas horas solía recoger a borrachos, personas con alguna urgencia que deseaban ir al hospital, viajeros que madrugaban para coger el tren o individuos que acudían a trabajar. Llevaba en aquel oficio más de 25 años, casi desde que se sacó el carnet de conducir. Por su taxi habían desfilado amas de casa, toreros, jugadores de fútbol, pintores, amantes, prostitutas y yonquis. Jamás había tenido ningún incidente, pero sí anécdotas graciosas como cierta ocasión en que un cliente se olvidó un paquete que resultó ser una muñeca hinchable o el día que se encontró un fajo de billetes por valor de quince mil euros.

Era un trabajo duro estar tantas horas metido dentro del coche, escuchando la radio o viendo desfilar la vida. Además, no se ganaba demasiado. Entre la gasolina, el seguro de autónomo y algún imprevisto que surgía de vez en cuando, el margen de beneficio quedaba muy reducido para pagar la hipoteca, el colegio de los críos e ir tirando. No obstante, aquello era su vida y moriría en aquel taxi.

Clases



Durante el noventa y seis las clases eran un tostón. Acudía por obligación ya que cabía la posibilidad de perder la escolaridad en caso de faltar al 15% de los créditos de la asignatura. Psicología, estadística y sociología se hacían infumables a causa de los profesores que impartían las clases. Me pregunto si ellos hubieran sido capaces de permanecer sentados más de dos horas escuchando a un colega suyo, leyendo a toda velocidad unos apuntes o pasando el Power Point con unas anotaciones que me importaban una higa.

A pesar de estar de cuerpo presente, mi mente se ocupa de otras cosas. ¿Qué hacer ese fin de semana? ¿Dónde emborracharse? O cuál podía ser el mejor sitio para ir a ligar. A los dieciocho años, los estudios no significan nada, tan sólo la opción de viajar a otra ciudad a estudiar una licenciatura, alejado de padres y familia, que daría acceso al mercado laboral.

Al principio me costó aclimatarme y hacer amigos, pero conforme se sucedieron las semanas, noté que aquella experiencia podía ser la mejor de mi vida. A veces mi hermano me recalcaba que el momento más grato de su existencia lo pasó estudiando, pues si uno sabía montárselo, podía estudiar y disfrutar cada minuto como un enano. Además, no había ninguna otra preocupación como pagar la hipoteca, las facturas, los dolores de cabeza por no llegar econonómicamente a fin de mes o someterse a un insufrible horario laboral de ocho o nueve horas diarias.

—Salga a la pizarra y explíqueme el estructuralismo del tema seis—me dijo el profesor ataviado con corbata, traje negro y ojos de sueño, síntoma de haber estado viendo la peli porno de la noche anterior que emitían a altas horas de la madrugada.

La pregunta me cogió de improviso, como si estuviese en el váter, entrara alguien por la puerta y no me diese tiempo suficiente a ponerme los pantalones. Francamente, Lévi Strauss, los mitos y el sistema de parentesco me daban igual, pues qué utilidad le iba a dar en la vida real.

—Para eso ya está usted.

Y me senté. Con saber las teorías de aquel tipo durante el examen sería suficiente.

Huida


Aprovechando un descuido del vigilante, el fugitivo saltó la verja de la cárcel, avanzó casi doscientos metros y salió corriendo hacia la carretera en dirección al bosque. Corría como si su vida estuviese en juego, como si aquella jugada fuese la última mano de una partida de póker en la que hubiera apostado millones de euros. Jadeaba, pero ni siquiera miró atrás al adentrarse en la vegetación. Llevaba preso más de quince años, acusado de atraco a mano armada y robo con intimidación. Mientras apretaba el ritmo de la zancada, recordó las horas dentro de su celda, con calor, olor a pies, voces, gritos y los abusos sufridos por parte de otros presos. En aquella cárcel se cometían todo tipo de atrocidades y no era nada extraño ver a reclusos que se habían ahorcado, incapaces de superar las torturas, los abusos sexuales o las humillaciones.

Ahora era libre. Y no volvería nunca más a aquel lugar. Al menos con vida. Dentro de unos minutos, al iniciar el recuento, el guardián de la cárcel se daría cuenta de la fuga. E irían detrás de él, con helicópteros, patrullas y perros. Con todo, el fugitivo se internó entre los árboles sin saber que, en breve, el bosque se convertiría en su nueva prisión ya que todos los que se habían adentrado en aquel paraje jamás habían sido encontrados.

The end


Sandra comenzó a deshojar la margarita. Cuando prescindió de todos los pétalos pensó que iba a hacer en los días sucesivos. Llevaba en aquella empresa más de 12 años. En ese tiempo se había dejado el alma haciendo presupuestos, elaborando facturas, clasificando albaranes, cogiendo el teléfono y abriendo la puerta. E incluso había hecho cosas por el gerente que ni siquiera figuraban entre sus funciones como comprarle tabaco, hacer sus recados, además de cuidar de sus hijos cierto día que él y su esposa acudieron a una cena de gala en el que tan solo recibió un escueto gracias. Tantas horas perdidas por un salario bajo, con el que apenas llegaba a final de mes para pagar la hipoteca de una casa que por todos los lados hacía aguas. Tantas veces en las que ni siquiera había salido un no de su boca; tantas ocasiones en las que se tuvo que morder la lengua. Y en apenas unos minutos entraría en su despacho y recibiría la carta de despido. La razón la sabía: ninguna, pero el papel diría lo contrario: reducción de plantilla por necesidades de la producción, la crisis o lo que fuera. Podían despedirla incluso por perder un clip.

Unos segundos más tarde, dejó el tallo sobre la mesa y tiró los pétalos a la basura. En su mente flotaban varias palabras. Me despiden. No me despiden. Cuando atravesó el umbral de la puerta del gerente lo supo. Aquella película se terminaba para siempre. El The end reinaba en le horizonte como el rótulo de un bar con luces de neón. Ya no habría más madrugones para coger el autobús, ya no tendría que ir a recoger el correo todos los días y ni preocupación alguna por el sándwich que iba a comer a media mañana.

—Hemos pensado subirte el sueldo—dijo el tipo.

Ése habría sido el sueño de Sandra, pero la realidad era bien distinta.

El lunes esperaría en las largas colas del INEM demandando un empleo al igual que otros cuatro millones de parados.

Lunch


Solía acudir a aquel comedor de la plaza desde hacía varios años. El menú era nutritivo. Los precios asequibles para cualquier bolsillo un poco apurado. Con el tiempo, me familiaricé con los trabajadores e hice amistad con algunos de los clientes. Mientras degustábamos un plato de arroz, lentejas, salmón o pollo, conversábamos sobre deportes, noches de fiesta y mujeres, charlas triviales que amenizaban la comida y nos procuraban más de una carcajada.

El local era bastante agradable y espacioso. A veces, solía hacer comentarios con las camareras e incluso una vez, conseguí una cita con una. Aunque la cosa no funcionó pues se confrontaron dos personalidades opuestas. Casi siempre me sentaba en un rincón del local y saboreaba el olor, la textura y el encanto de cada uno de los platos como si fuese el integrante de un jurado culinario.

Aquel lugar fue durante mucho tiempo un refugio durante la sobremesa, un espacio por cuyas paredes desfilaban estudiantes, electricistas, parados, turistas, pintores, comerciales y putas. La fauna más variopinta comía y volvía a sus quehaceres cada día. No obstante, cierto día que llegué un poco antes de lo habitual me fijé en un detalle. Uno de los camareros metió una caja misteriosa dentro de la cocina. Intrigado, miré por una de las rendijas de la puerta. Y me quedé estupefacto cuando observé cómo trinchaban a un perro. Creo que estuve vomitando durante días. Y aprendí, algo obvio que me estuvo diciendo mi madre durante años, que como en casa no se come en ningún sitio.

Extraño



Cuando entró en la habitación con el pelo manchado de restos de tierra, la camisa arrugada a consecuencia del forcejeo y los pantalones rotos, le dije que tomase asiento en el sofá. Me miró casi sin comprender. Sus ojos estaban inyectados en sangre y su vista se desvanecía de vez en cuando, como la de un miope cuando se desprende de las gafas. Además su piel, blanquecina, parecía estar embadurnada con un alto factor solar. Notaba algo extraño, pero no sabía muy bien qué. Echó un vistazo a su alrededor y sólo reconoció a la rubia de ojos azules, alrededor de treinta años, figura de modelo, esculpida en dietas y aparatos de gimnasio, abonados con su tarjeta de crédito en los últimos años. Si la me memoria no le fallaba aquella era su mujer.

—Ca… cariño, estás de vuelta—susurró ella al tiempo que se acercaba de forma sensual a él.

—Ponle una copa. Se lo merece—dije en alto, mientras observaba el cuchillo clavado en su espalda y la sangre escandalosa, goteando en la moqueta.

Ya habría tiempo de enterrarlo otra vez.

Cariño


— ¿Me quieres, cariño?

Él miró hacia abajo. Tragó saliva y evocó las situaciones de los últimos tiempos; las voces de ella resonando en su cabeza como un trombón, las ocasiones en que le había reprendido por no haber bajado la basura o por estar plácidamente recostado en el sofá viendo la tele. Evocó las escenas en que profería insultos, quejas y le amenazaba con una separación que nunca llevaba a cabo.

Él se había enamorado de una chica de veinte años, ojos negros, piel morena y bonita figura, sobre todo cuando se ponía en bañador en las piscinas municipales. Entonces era amable, simpática y siempre tenía impresa en la boca una sonrisa. ¿Qué había sido de aquella chica en apenas doce años? ¿Dónde estaba la inocencia, las palabras susurrando un te quiero o un beso en cualquier momento? Ahora la rutina se había apoderado de sus vidas. En la cama se asemejaban a dos desconocidos. Cada uno hacía su vida y en la medida de lo posible trataba de evitar al otro. El amor de antaño se había difuminado igual que la bruma en un día de pleno sol.

Claro que él, también había cambiado algo. La tripa cervecera decoraba su estómago. El trabajo le estaba matando, ya no salía los fines de semana y había dejado para siempre el deporte de la bicicleta. Además, fumaba del mismo modo que una chimenea y los gases que se tiraba olían a rayos por todo el piso provocando el enojo de su esposa.

—Por supuesto que te quiero, mi amor—dijo mientras le acercaba con una sonrisa el vaso de leche repleto hasta arriba de cianuro.

Posit



Un posit se puede utilizar para anotar el número de teléfono de esa chica que tanto te gusta. Para apuntar esa oferta de empleo de la que nunca te llamarán. También sirve para dejar escritas las últimas palabras antes de suicidarte. En él puedes dejar impreso un mensaje de socorro si se da la circunstancia de que te hallas en peligro. Aunque claro, asegúrate antes de tener a mano un bolígrafo. De lo contrarío sería absurdo. Además, si haces un dibujo obsceno encima del papel (y gracias a la cola que lleva adherida detrás) lo podrás pegar a la espalda de cualquier conocido para que el resto tus amigos se burlen de él. Si estrujas el papel y haces una bola, puedes jugar a encestar en la papelera. En caso de aprieto y de que se haya terminado el rollo de váter no dudes en darle una nueva utilidad para aliviar el intestino. Sin embargo, lo que más me gusta y con lo que más disfrutaría, sería con pegar el posit en el monitor del jefe y un texto que dijese “vete a tomar por culo”.

Oposición

Situación. Última pregunta del examen de la oposición para técnico de hacienda. Cuatro respuestas. No tienes ni idea. Si aciertas te conviertes en funcionario, consigues un puesto de trabajo para toda la vida y un sueldo que, tal y como están las cosas, es casi un milagro. Si fallas te esperan más horas de estudio, academia, nuevas versiones del sermón de tu padre diciéndote que eres un vago y no das ni un palo al agua.

Notas cómo el sudor te recorre la frente, sientes un nudo en la garganta a pesar que dejaste la corbata colgada en el armario de casa. Tragas saliva, rezas una oración por tu alma, metes la mano en el bolsillo y comprendes que no llevas encima ni un miserable céntimo suelto. Profieres un insulto. No pasa nada, te dices. No puedes jugarte una decisión tan importante lanzando una moneda al aire. Cabizbajo, desconoces qué hacer.

Echas una ojeada y ves que el compañero de al lado sigue inmerso en el cuestionario del examen. ¿Y si copias? Total, es sólo una simple miradita. Primero compruebas que el vigilante sigue sentado en su silla leyendo el periódico mientras espera la hora para irse a comer. Con sigilo, dejas caer el bolígrafo al suelo. Te agachas y te deslizas justo hasta alcanzar la nuca de tu compañero. Entonces reparas en que el tipo, metro ochenta, ojos de lince y apariencia de estar toda su vida opositando, gira lentamente la cabeza y te hace un corto de mangas. Has “pillado” la indirecta. Lo dejas pasar. Regresas a tu sitio y te acuerdas de sus “muertos”.

Entonces una mosca se posa sobre la mesa. Con mucho cuidado acercas la mano al insecto. No puedes permitir que se vaya. Ven, ven bonita, le susurras. Y en un rápido movimiento que ni siquiera ha sido capaz de realizar el mayor cazador de bichos de la historia la atrapas. Ya la tienes .A continuación, le quitas las alas, la dejas encima de la hoja de examen y esperas. Donde se pose, ésa será la respuesta correcta. Pasan los minutos y el bicho ni se inmuta. Continúa anclado junto a la pregunta sin moverse como si fuese una señal de carretera. Vamos, muévete, murmuras. Vamos.

—Me cagüen la…—gritas sin querer delante del aula repleto de gente.

Acabas de ser expulsado del examen y tienes por delante todo un nuevo año para prepararte.

Muerto en vida



Juan se levantó de la cama al escuchar el sonido del despertador. Se deshizo de las sábanas, se puso las zapatillas, entró en el baño y se duchó. Mientras se secaba con la toalla pensó en lo que haría durante el día. Acudiría puntual a la oficina, cogería llamadas de clientes estúpidos, a las doce se marcharía a por el correo, haría facturas y rellenaría papeles hasta que diesen las tres. De regreso, abriría la nevera, cogería el tapperware y comería lo que le hubiese preparado ese día su madre. Si la memoria no le fallaba tocaban lentejas y pollo guisado. Después vería el programa de La 2 durante un rato, no demasiado. Y más tarde volvería a la oficina a terminar las cosas que hubiesen quedado pendientes durante la mañana. A las ocho saldría y caminaría de noche por las calles. Daría un largo paseo por el parque, tomaría un par de pinchos en cualquier bar y agotaría el resto del tiempo leyendo el periódico. A última hora, tornaría a casa, se pondría cómodo, vería un rato más la tele y alrededor de las doce y media se metería en la cama donde soñaría plácidamente con los angelitos. Mientras se cambiaba sintió lástima de sí y comprendió que estaba muerto en vida, sin objetivos, ni metas que diesen sentido a su existencia.

Curiosidad


Arturo era funcionario de correos y tenía una curiosa afición que desconocían sus superiores. Abría las cartas y los paquetes. Sabía de antemano que era un delito; sin embargo, no le importaba. Eso sí, jamás se quedaba con objeto alguno. Sólo curioseaba. Lo del robo se lo dejaba a otros. A los del departamento de giros.

Hasta ese preciso instante nadie se había enterado, ni siquiera se había presentado en la oficina ni una sola queja contra su persona. A la hora de profanar un envío era muy minucioso. Nunca rompía el envoltorio, siempre desprendía los pliegos de papel de los paquetes con tacto y los volvía a dejar como si nunca se hubieran abierto.

Entre sus hallazgos destacaban muñecas hinchables, armas, libros antiguos, bicicletas, cartas de amor, decepciones y alegrías que iban impresas en las hojas. Más que el contenido del paquete en sí, lo que verdaderamente le excitaba era el riesgo, la posibilidad de que le pillaran; cada vez que usurpaba la correspondencia ajena notaba un gusanillo en su interior indicándole que estaba vivo. Existían personas que buscaban esa sensación haciendo puenting, corriendo por la autopista a doscientos cincuenta por hora o escalando edificios sin arnés. Él lo sentía allí, en su trabajo, y encima cobraba.

Fue esa misma tarde cuando un paquete de color verde llamó su atención. Pesaba casi veinte kilos. Y procedía de Malasia. Lo cogió entre sus brazos y lo agitó. ¿Qué habría dentro? Empezó a especular con el contenido y llegó a una única conclusión: debía abrirlo. Para ello, esperó a que fuese a tomar un café su compañero de turno y se metió dentro de los servicios. Desprendió con delicadeza el papel y se topó con una caja. Quitó los pliegos de cinta aislante y levantó las solapas. De improviso una serpiente pitón saltó del embalaje, se deslizó con celeridad por su cuerpo, mordiéndole en la garganta. Arturo jamás volvió a profanar ningún paquete. Aunque ayer si que usurparon su tumba.

Enfermedades


La paciente entró en la consulta con la cara estreñida. Le dolía levemente el dedo índice de la mano izquierda. No sabía el motivo. Aun así, pidió cita en el consultorio para que la viese su médico de cabecera. En los últimos tiempos se había convertido en una asidua de las sala de espera. La señora mayor conocía los semblantes de las enfermeras, los de quienes aguardaban turno para el practicante o los de aquellos que aguantaban estoicamente a que el médico saliese del despacho con las recetas hechas. Al entrar en la consulta se fijó con minuciosidad en el mobiliario; observó la camilla, el ordenador un poco anticuado y una estantería con los anaqueles curvados a consecuencia de los gruesos tomos sobre medicina general.

—¿Qué le ocurre?—preguntó un hombre con la cabeza semejante a una bola de billar, ojos negros y ataviado con una bata blanca en la que se podía leer el nombre de Saturnino.

—Es el dedo. Noto como una especie de pinchazo.

Saturnino tomó la falange en cuestión, apretó y la señora mayor soltó un ayyy que pudo escucharse en todo el centro asistencial.

— ¿Es grave?

Sí, pensó para sus adentros el médico de cabecera, tan grave que con que hubiese metido el dedo en hielo hubiera sido suficiente, tan grave como las doce veces anteriores en el último mes cuando un dolor en la oreja, un grano en el trasero, cierto picor en una ceja o un leve escozor en la ingle habían supuesto una visita al médico. Al paso que iba aquella señora mayor no era de extrañar que en breve el encargado de recursos humanos la metiese en nómina. Durante un instante el cirujano se preguntó si sus servicios tuviesen un coste simbólico, ¿cuántos de estos pacientes que gozaban de una estupenda salud y se preocupaban por tonterías dejarían de venir? Cuando la mujer salió del despacho con la receta en la mano un único pensamiento flotaba en su mente: bueno ahora toca incordiar a otro.

Ofertas telefónicas


—¡Hola! Mi nombre es Jaquelín y llamaba porque ahora si te cambias de operador de teléfono te ofrecemos una tarifa plana de 10 euros con la que podrás comunicarte todo el día y sin más costo que…

— Per…, perdona pero no es un buen momento.

—Ya pero es una oferta irrepetible—replicó una voz que en otro tiempo fue humana y actualmente se asemejaba a la de una máquina que no mostraba ningún tipo de sentimiento—. Además si contratas desde ya nuestros servicios te ofrecemos un móvil de última generación totalmente gratuito que cuenta con cámara de 2 mega pixels con zoom de 7x, sincronización de datos mediante PC Suite, memora interna de 130 Mb expansibles a 4 Gb, autonomía de 12 horas conversación y hasta 27 días en espera. Y no te preocupes porque…

—Mira perdona. No puedo atenderte.

—Y además del móvil, te regalamos una línea ADSL con la que le brindamos la posibilidad de navegar a una velocidad inimaginable a través de la web. Así no tendrá ningún problema a la hora de bajarse vídeos, fotos, textos, lo que quiera.

—Lo siento.

—Espere. Espere y además el kit incluye…

Hay que joderse, soltó el individuo mientras se acomodaba plácidamente en el ataúd acolchado de terciopelo rojo, que iba a ser su última morada, mientras fuera los asistentes al funeral rogaban una última oración por su alma.

Lotería


El hombre salió del coche. Vio el vehículo estrellado contra la mediana y a los ocupantes pidiendo auxilio. Aquella carretera parecía un tramo del desierto de Arizona. No sabía cómo actuar. Recordó una pregunta del test del examen de conducir sobre cuál debía ser su comportamiento en caso de no tener ni idea de cómo socorrer a los heridos:

A) trasladar a las víctimas en su propio vehículo.
B) Avisar a las autoridades.
C) Continuar la marcha.

Marcó el 112 y llamó a emergencias. Contó que había varias personas en estado crítico y que se diesen prisa. Después se acercó al automóvil. Oyó los desgarradores gritos de una mujer luchando por su vida y se sintió como un eunuco, incapaz de prestar ayuda. Observó varios miembros amputados desperdigados por el arcén. ¿Cuánta gente podía llegar a morir cada día en un accidente de tráfico? Las causas: el alcohol, una avispa que se cuela por una rendija de la ventana, un despiste, un animal, una curva demasiado cerrada y adiós vida.

Trató de tranquilizar a los heridos, pero sus palabras se perdieron en el viento. Las ambulancias tardaron veinte minutos en llegar. Para entonces los facultativos ya no pudieron hacer nada. Murieron los tres ocupantes atrapados en el amasijo de hierros: una pareja y su hijo de seis años. Uno de los policías comentó que era imposible tener tan mala suerte. Al parecer el neumático trasero del coche se había reventado provocando que el conductor diese un volantazo, perdiese el control y el utilitario volcara. Antes de marcharse el hombre anotó en un papel la matrícula. Mañana jugaría con ese mismo número a la lotería.

Consejo vs crisis (V)


Seguro que en casa posees cosas que no utilizas. Busca bien. Siempre hallas algo: una figurita sin cabeza, unos preservativos que ya no utilizas (fíjate bien en la fecha de caducidad, no sea que alguien se lleve un disgusto), algún regalo de la suegra que odies con todas tus fuerzas, la enciclopedia ilustrada que sólo has consultado un par de veces desde que la compraste hace más de diez años o a Rufus, el caniche que ladra constantemente, deja sus heces desperdigadas por todos los rincones del salón y a quien tu esposa quiere como a un hijo. Mételo todo en cajas. Bájalas a la calle y monta un puesto ambulante en el barrio. Seguro que sin querer, te sacas unos eurillos. ¿Eh?

Consejo vs crisis (IV)


Si tienes un piso y hay habitaciones libres, alquílalas. Ten como premisa fundamental que donde caben dos también entran tres. Aunque tampoco te pases y te conviertas en uno de esos seres sin escrúpulos cuyo pensamiento se obceca que donde entran seis, cogen noventa y transforman la habitación en una vivienda patera. Los hay incluso, que alquilan hasta las escaleras del portal. En fin, una vergüenza. Si deseas que alguien entre a vivir, limpia a fondo la vivienda. Y publicítala, pero no te gastes ni un euro. La mejor publicidad es el boca a boca. Vende el inmueble como algo excepcional: “ves el piso tiene de todo. Salón, cocina y hasta un cuarto de baño. Vamos que no te tienes que marchar al bar para ir a cagar”.

Consejo vs crisis (III)


Nunca lleves ni un céntimo de euro en la cartera, ni tampoco tarjetas de crédito, pues está demostrado que si posees dinero en efectivo lo gastas. En caso de que te apetezca entrar en un bar y tomar algo, hazlo sin ningún complejo. Pide tu caña, no te prives de tomar unos cuantos pinchos y si fumas, exige un purito del mini, del doce o habanos de Fidel Castro. Reposa la comida, digiere los calamares, la paella o la tortilla. Y después, prepárate para hacer un sinpa*. Existen tres opciones. Una. De forma elegante te llevas la mano al bolsillo, extraes el móvil y sin llamar a nadie te quejas acerca de la mala cobertura de los operadores. Discretamente, sales del bar a realizar la llamada telefónica y corres, vaya que si corres. Dos. “Me invita aquél” sueltas, mientras señalas a un tipo ensimismado en una partida de cartas y que no se entera de qué va la fiesta. Tres. Cuando el propietario del local se dé la vuelta, sales como un obús por la puerta.
Una sugerencia: no vuelvas a pasar por el bar durante un tiempo.

*Acción de marcharse de un sitio sin pagar. Otros términos similares: caradura, majo, salado, aprovechado e hijo de la gran pu… (Vocablo utilizado sobre todo por el dueño del establecimiento)

Consejo vs crisis (II)


Haz que te corten el agua porque no vas a soltar un euro más en los recibos de Aqualia. Después elabora una lista de primos, amigos y conocidos. Échale un poco de jeta. De modo que el lunes te presentas a ducharte en casa de Juan, el martes toca en el chalet de Pedro, el miércoles en el apartamento de tu prima María y así sucesivamente, hasta que se termine la crisis. Jamás lleves el gel de ducha. Ya te lo dejarán. Además, si emplean champús de marcas blancas diles que dejan la piel bastante reseca para ver si la próxima vez lo cambian. Si algún colega se enfada con tu actitud y te suelta un “a tu puta casa a bañarte” que no cunda el pánico. Siempre queda la opción de no lavarse o colarse en las piscinas municipales. Mientras los demás se bañan, puedes asearte e ir haciendo la colada en los servicios. Asimismo, también contempla la posibilidad de zambullirte en la piscina con los calzoncillos puestos. El cloro es mano de santo para bichos y bacterias.