Lunch


Solía acudir a aquel comedor de la plaza desde hacía varios años. El menú era nutritivo. Los precios asequibles para cualquier bolsillo un poco apurado. Con el tiempo, me familiaricé con los trabajadores e hice amistad con algunos de los clientes. Mientras degustábamos un plato de arroz, lentejas, salmón o pollo, conversábamos sobre deportes, noches de fiesta y mujeres, charlas triviales que amenizaban la comida y nos procuraban más de una carcajada.

El local era bastante agradable y espacioso. A veces, solía hacer comentarios con las camareras e incluso una vez, conseguí una cita con una. Aunque la cosa no funcionó pues se confrontaron dos personalidades opuestas. Casi siempre me sentaba en un rincón del local y saboreaba el olor, la textura y el encanto de cada uno de los platos como si fuese el integrante de un jurado culinario.

Aquel lugar fue durante mucho tiempo un refugio durante la sobremesa, un espacio por cuyas paredes desfilaban estudiantes, electricistas, parados, turistas, pintores, comerciales y putas. La fauna más variopinta comía y volvía a sus quehaceres cada día. No obstante, cierto día que llegué un poco antes de lo habitual me fijé en un detalle. Uno de los camareros metió una caja misteriosa dentro de la cocina. Intrigado, miré por una de las rendijas de la puerta. Y me quedé estupefacto cuando observé cómo trinchaban a un perro. Creo que estuve vomitando durante días. Y aprendí, algo obvio que me estuvo diciendo mi madre durante años, que como en casa no se come en ningún sitio.

Extraño



Cuando entró en la habitación con el pelo manchado de restos de tierra, la camisa arrugada a consecuencia del forcejeo y los pantalones rotos, le dije que tomase asiento en el sofá. Me miró casi sin comprender. Sus ojos estaban inyectados en sangre y su vista se desvanecía de vez en cuando, como la de un miope cuando se desprende de las gafas. Además su piel, blanquecina, parecía estar embadurnada con un alto factor solar. Notaba algo extraño, pero no sabía muy bien qué. Echó un vistazo a su alrededor y sólo reconoció a la rubia de ojos azules, alrededor de treinta años, figura de modelo, esculpida en dietas y aparatos de gimnasio, abonados con su tarjeta de crédito en los últimos años. Si la me memoria no le fallaba aquella era su mujer.

—Ca… cariño, estás de vuelta—susurró ella al tiempo que se acercaba de forma sensual a él.

—Ponle una copa. Se lo merece—dije en alto, mientras observaba el cuchillo clavado en su espalda y la sangre escandalosa, goteando en la moqueta.

Ya habría tiempo de enterrarlo otra vez.

Cariño


— ¿Me quieres, cariño?

Él miró hacia abajo. Tragó saliva y evocó las situaciones de los últimos tiempos; las voces de ella resonando en su cabeza como un trombón, las ocasiones en que le había reprendido por no haber bajado la basura o por estar plácidamente recostado en el sofá viendo la tele. Evocó las escenas en que profería insultos, quejas y le amenazaba con una separación que nunca llevaba a cabo.

Él se había enamorado de una chica de veinte años, ojos negros, piel morena y bonita figura, sobre todo cuando se ponía en bañador en las piscinas municipales. Entonces era amable, simpática y siempre tenía impresa en la boca una sonrisa. ¿Qué había sido de aquella chica en apenas doce años? ¿Dónde estaba la inocencia, las palabras susurrando un te quiero o un beso en cualquier momento? Ahora la rutina se había apoderado de sus vidas. En la cama se asemejaban a dos desconocidos. Cada uno hacía su vida y en la medida de lo posible trataba de evitar al otro. El amor de antaño se había difuminado igual que la bruma en un día de pleno sol.

Claro que él, también había cambiado algo. La tripa cervecera decoraba su estómago. El trabajo le estaba matando, ya no salía los fines de semana y había dejado para siempre el deporte de la bicicleta. Además, fumaba del mismo modo que una chimenea y los gases que se tiraba olían a rayos por todo el piso provocando el enojo de su esposa.

—Por supuesto que te quiero, mi amor—dijo mientras le acercaba con una sonrisa el vaso de leche repleto hasta arriba de cianuro.

Posit



Un posit se puede utilizar para anotar el número de teléfono de esa chica que tanto te gusta. Para apuntar esa oferta de empleo de la que nunca te llamarán. También sirve para dejar escritas las últimas palabras antes de suicidarte. En él puedes dejar impreso un mensaje de socorro si se da la circunstancia de que te hallas en peligro. Aunque claro, asegúrate antes de tener a mano un bolígrafo. De lo contrarío sería absurdo. Además, si haces un dibujo obsceno encima del papel (y gracias a la cola que lleva adherida detrás) lo podrás pegar a la espalda de cualquier conocido para que el resto tus amigos se burlen de él. Si estrujas el papel y haces una bola, puedes jugar a encestar en la papelera. En caso de aprieto y de que se haya terminado el rollo de váter no dudes en darle una nueva utilidad para aliviar el intestino. Sin embargo, lo que más me gusta y con lo que más disfrutaría, sería con pegar el posit en el monitor del jefe y un texto que dijese “vete a tomar por culo”.

Oposición

Situación. Última pregunta del examen de la oposición para técnico de hacienda. Cuatro respuestas. No tienes ni idea. Si aciertas te conviertes en funcionario, consigues un puesto de trabajo para toda la vida y un sueldo que, tal y como están las cosas, es casi un milagro. Si fallas te esperan más horas de estudio, academia, nuevas versiones del sermón de tu padre diciéndote que eres un vago y no das ni un palo al agua.

Notas cómo el sudor te recorre la frente, sientes un nudo en la garganta a pesar que dejaste la corbata colgada en el armario de casa. Tragas saliva, rezas una oración por tu alma, metes la mano en el bolsillo y comprendes que no llevas encima ni un miserable céntimo suelto. Profieres un insulto. No pasa nada, te dices. No puedes jugarte una decisión tan importante lanzando una moneda al aire. Cabizbajo, desconoces qué hacer.

Echas una ojeada y ves que el compañero de al lado sigue inmerso en el cuestionario del examen. ¿Y si copias? Total, es sólo una simple miradita. Primero compruebas que el vigilante sigue sentado en su silla leyendo el periódico mientras espera la hora para irse a comer. Con sigilo, dejas caer el bolígrafo al suelo. Te agachas y te deslizas justo hasta alcanzar la nuca de tu compañero. Entonces reparas en que el tipo, metro ochenta, ojos de lince y apariencia de estar toda su vida opositando, gira lentamente la cabeza y te hace un corto de mangas. Has “pillado” la indirecta. Lo dejas pasar. Regresas a tu sitio y te acuerdas de sus “muertos”.

Entonces una mosca se posa sobre la mesa. Con mucho cuidado acercas la mano al insecto. No puedes permitir que se vaya. Ven, ven bonita, le susurras. Y en un rápido movimiento que ni siquiera ha sido capaz de realizar el mayor cazador de bichos de la historia la atrapas. Ya la tienes .A continuación, le quitas las alas, la dejas encima de la hoja de examen y esperas. Donde se pose, ésa será la respuesta correcta. Pasan los minutos y el bicho ni se inmuta. Continúa anclado junto a la pregunta sin moverse como si fuese una señal de carretera. Vamos, muévete, murmuras. Vamos.

—Me cagüen la…—gritas sin querer delante del aula repleto de gente.

Acabas de ser expulsado del examen y tienes por delante todo un nuevo año para prepararte.

Muerto en vida



Juan se levantó de la cama al escuchar el sonido del despertador. Se deshizo de las sábanas, se puso las zapatillas, entró en el baño y se duchó. Mientras se secaba con la toalla pensó en lo que haría durante el día. Acudiría puntual a la oficina, cogería llamadas de clientes estúpidos, a las doce se marcharía a por el correo, haría facturas y rellenaría papeles hasta que diesen las tres. De regreso, abriría la nevera, cogería el tapperware y comería lo que le hubiese preparado ese día su madre. Si la memoria no le fallaba tocaban lentejas y pollo guisado. Después vería el programa de La 2 durante un rato, no demasiado. Y más tarde volvería a la oficina a terminar las cosas que hubiesen quedado pendientes durante la mañana. A las ocho saldría y caminaría de noche por las calles. Daría un largo paseo por el parque, tomaría un par de pinchos en cualquier bar y agotaría el resto del tiempo leyendo el periódico. A última hora, tornaría a casa, se pondría cómodo, vería un rato más la tele y alrededor de las doce y media se metería en la cama donde soñaría plácidamente con los angelitos. Mientras se cambiaba sintió lástima de sí y comprendió que estaba muerto en vida, sin objetivos, ni metas que diesen sentido a su existencia.

Curiosidad


Arturo era funcionario de correos y tenía una curiosa afición que desconocían sus superiores. Abría las cartas y los paquetes. Sabía de antemano que era un delito; sin embargo, no le importaba. Eso sí, jamás se quedaba con objeto alguno. Sólo curioseaba. Lo del robo se lo dejaba a otros. A los del departamento de giros.

Hasta ese preciso instante nadie se había enterado, ni siquiera se había presentado en la oficina ni una sola queja contra su persona. A la hora de profanar un envío era muy minucioso. Nunca rompía el envoltorio, siempre desprendía los pliegos de papel de los paquetes con tacto y los volvía a dejar como si nunca se hubieran abierto.

Entre sus hallazgos destacaban muñecas hinchables, armas, libros antiguos, bicicletas, cartas de amor, decepciones y alegrías que iban impresas en las hojas. Más que el contenido del paquete en sí, lo que verdaderamente le excitaba era el riesgo, la posibilidad de que le pillaran; cada vez que usurpaba la correspondencia ajena notaba un gusanillo en su interior indicándole que estaba vivo. Existían personas que buscaban esa sensación haciendo puenting, corriendo por la autopista a doscientos cincuenta por hora o escalando edificios sin arnés. Él lo sentía allí, en su trabajo, y encima cobraba.

Fue esa misma tarde cuando un paquete de color verde llamó su atención. Pesaba casi veinte kilos. Y procedía de Malasia. Lo cogió entre sus brazos y lo agitó. ¿Qué habría dentro? Empezó a especular con el contenido y llegó a una única conclusión: debía abrirlo. Para ello, esperó a que fuese a tomar un café su compañero de turno y se metió dentro de los servicios. Desprendió con delicadeza el papel y se topó con una caja. Quitó los pliegos de cinta aislante y levantó las solapas. De improviso una serpiente pitón saltó del embalaje, se deslizó con celeridad por su cuerpo, mordiéndole en la garganta. Arturo jamás volvió a profanar ningún paquete. Aunque ayer si que usurparon su tumba.

Enfermedades


La paciente entró en la consulta con la cara estreñida. Le dolía levemente el dedo índice de la mano izquierda. No sabía el motivo. Aun así, pidió cita en el consultorio para que la viese su médico de cabecera. En los últimos tiempos se había convertido en una asidua de las sala de espera. La señora mayor conocía los semblantes de las enfermeras, los de quienes aguardaban turno para el practicante o los de aquellos que aguantaban estoicamente a que el médico saliese del despacho con las recetas hechas. Al entrar en la consulta se fijó con minuciosidad en el mobiliario; observó la camilla, el ordenador un poco anticuado y una estantería con los anaqueles curvados a consecuencia de los gruesos tomos sobre medicina general.

—¿Qué le ocurre?—preguntó un hombre con la cabeza semejante a una bola de billar, ojos negros y ataviado con una bata blanca en la que se podía leer el nombre de Saturnino.

—Es el dedo. Noto como una especie de pinchazo.

Saturnino tomó la falange en cuestión, apretó y la señora mayor soltó un ayyy que pudo escucharse en todo el centro asistencial.

— ¿Es grave?

Sí, pensó para sus adentros el médico de cabecera, tan grave que con que hubiese metido el dedo en hielo hubiera sido suficiente, tan grave como las doce veces anteriores en el último mes cuando un dolor en la oreja, un grano en el trasero, cierto picor en una ceja o un leve escozor en la ingle habían supuesto una visita al médico. Al paso que iba aquella señora mayor no era de extrañar que en breve el encargado de recursos humanos la metiese en nómina. Durante un instante el cirujano se preguntó si sus servicios tuviesen un coste simbólico, ¿cuántos de estos pacientes que gozaban de una estupenda salud y se preocupaban por tonterías dejarían de venir? Cuando la mujer salió del despacho con la receta en la mano un único pensamiento flotaba en su mente: bueno ahora toca incordiar a otro.

Ofertas telefónicas


—¡Hola! Mi nombre es Jaquelín y llamaba porque ahora si te cambias de operador de teléfono te ofrecemos una tarifa plana de 10 euros con la que podrás comunicarte todo el día y sin más costo que…

— Per…, perdona pero no es un buen momento.

—Ya pero es una oferta irrepetible—replicó una voz que en otro tiempo fue humana y actualmente se asemejaba a la de una máquina que no mostraba ningún tipo de sentimiento—. Además si contratas desde ya nuestros servicios te ofrecemos un móvil de última generación totalmente gratuito que cuenta con cámara de 2 mega pixels con zoom de 7x, sincronización de datos mediante PC Suite, memora interna de 130 Mb expansibles a 4 Gb, autonomía de 12 horas conversación y hasta 27 días en espera. Y no te preocupes porque…

—Mira perdona. No puedo atenderte.

—Y además del móvil, te regalamos una línea ADSL con la que le brindamos la posibilidad de navegar a una velocidad inimaginable a través de la web. Así no tendrá ningún problema a la hora de bajarse vídeos, fotos, textos, lo que quiera.

—Lo siento.

—Espere. Espere y además el kit incluye…

Hay que joderse, soltó el individuo mientras se acomodaba plácidamente en el ataúd acolchado de terciopelo rojo, que iba a ser su última morada, mientras fuera los asistentes al funeral rogaban una última oración por su alma.

Lotería


El hombre salió del coche. Vio el vehículo estrellado contra la mediana y a los ocupantes pidiendo auxilio. Aquella carretera parecía un tramo del desierto de Arizona. No sabía cómo actuar. Recordó una pregunta del test del examen de conducir sobre cuál debía ser su comportamiento en caso de no tener ni idea de cómo socorrer a los heridos:

A) trasladar a las víctimas en su propio vehículo.
B) Avisar a las autoridades.
C) Continuar la marcha.

Marcó el 112 y llamó a emergencias. Contó que había varias personas en estado crítico y que se diesen prisa. Después se acercó al automóvil. Oyó los desgarradores gritos de una mujer luchando por su vida y se sintió como un eunuco, incapaz de prestar ayuda. Observó varios miembros amputados desperdigados por el arcén. ¿Cuánta gente podía llegar a morir cada día en un accidente de tráfico? Las causas: el alcohol, una avispa que se cuela por una rendija de la ventana, un despiste, un animal, una curva demasiado cerrada y adiós vida.

Trató de tranquilizar a los heridos, pero sus palabras se perdieron en el viento. Las ambulancias tardaron veinte minutos en llegar. Para entonces los facultativos ya no pudieron hacer nada. Murieron los tres ocupantes atrapados en el amasijo de hierros: una pareja y su hijo de seis años. Uno de los policías comentó que era imposible tener tan mala suerte. Al parecer el neumático trasero del coche se había reventado provocando que el conductor diese un volantazo, perdiese el control y el utilitario volcara. Antes de marcharse el hombre anotó en un papel la matrícula. Mañana jugaría con ese mismo número a la lotería.

Consejo vs crisis (V)


Seguro que en casa posees cosas que no utilizas. Busca bien. Siempre hallas algo: una figurita sin cabeza, unos preservativos que ya no utilizas (fíjate bien en la fecha de caducidad, no sea que alguien se lleve un disgusto), algún regalo de la suegra que odies con todas tus fuerzas, la enciclopedia ilustrada que sólo has consultado un par de veces desde que la compraste hace más de diez años o a Rufus, el caniche que ladra constantemente, deja sus heces desperdigadas por todos los rincones del salón y a quien tu esposa quiere como a un hijo. Mételo todo en cajas. Bájalas a la calle y monta un puesto ambulante en el barrio. Seguro que sin querer, te sacas unos eurillos. ¿Eh?

Consejo vs crisis (IV)


Si tienes un piso y hay habitaciones libres, alquílalas. Ten como premisa fundamental que donde caben dos también entran tres. Aunque tampoco te pases y te conviertas en uno de esos seres sin escrúpulos cuyo pensamiento se obceca que donde entran seis, cogen noventa y transforman la habitación en una vivienda patera. Los hay incluso, que alquilan hasta las escaleras del portal. En fin, una vergüenza. Si deseas que alguien entre a vivir, limpia a fondo la vivienda. Y publicítala, pero no te gastes ni un euro. La mejor publicidad es el boca a boca. Vende el inmueble como algo excepcional: “ves el piso tiene de todo. Salón, cocina y hasta un cuarto de baño. Vamos que no te tienes que marchar al bar para ir a cagar”.

Consejo vs crisis (III)


Nunca lleves ni un céntimo de euro en la cartera, ni tampoco tarjetas de crédito, pues está demostrado que si posees dinero en efectivo lo gastas. En caso de que te apetezca entrar en un bar y tomar algo, hazlo sin ningún complejo. Pide tu caña, no te prives de tomar unos cuantos pinchos y si fumas, exige un purito del mini, del doce o habanos de Fidel Castro. Reposa la comida, digiere los calamares, la paella o la tortilla. Y después, prepárate para hacer un sinpa*. Existen tres opciones. Una. De forma elegante te llevas la mano al bolsillo, extraes el móvil y sin llamar a nadie te quejas acerca de la mala cobertura de los operadores. Discretamente, sales del bar a realizar la llamada telefónica y corres, vaya que si corres. Dos. “Me invita aquél” sueltas, mientras señalas a un tipo ensimismado en una partida de cartas y que no se entera de qué va la fiesta. Tres. Cuando el propietario del local se dé la vuelta, sales como un obús por la puerta.
Una sugerencia: no vuelvas a pasar por el bar durante un tiempo.

*Acción de marcharse de un sitio sin pagar. Otros términos similares: caradura, majo, salado, aprovechado e hijo de la gran pu… (Vocablo utilizado sobre todo por el dueño del establecimiento)

Consejo vs crisis (II)


Haz que te corten el agua porque no vas a soltar un euro más en los recibos de Aqualia. Después elabora una lista de primos, amigos y conocidos. Échale un poco de jeta. De modo que el lunes te presentas a ducharte en casa de Juan, el martes toca en el chalet de Pedro, el miércoles en el apartamento de tu prima María y así sucesivamente, hasta que se termine la crisis. Jamás lleves el gel de ducha. Ya te lo dejarán. Además, si emplean champús de marcas blancas diles que dejan la piel bastante reseca para ver si la próxima vez lo cambian. Si algún colega se enfada con tu actitud y te suelta un “a tu puta casa a bañarte” que no cunda el pánico. Siempre queda la opción de no lavarse o colarse en las piscinas municipales. Mientras los demás se bañan, puedes asearte e ir haciendo la colada en los servicios. Asimismo, también contempla la posibilidad de zambullirte en la piscina con los calzoncillos puestos. El cloro es mano de santo para bichos y bacterias.

Cruda realidad



Trabajaba en una agencia de publicidad y como la “cosa” estaba tan mal, en los anuncios empezamos a ahorrarnos el diseño y las palabras para futuras campañas. Aquel ahorro en creatividad nos llevó a dejar de pensar. Total, ¿para qué estrujarse la cabeza si ni nadie deseaba anunciarse? En apenas dos días dijimos adiós al binomio fantástico de Gianni Rodari, a la asociación de ideas, al brainstorming o a las analogías. Después vino el ahorro en luz y dejaron de encenderse las bombillas. Tanto las del techo como las de nuestras cabezas. A esta huelga de neuronas, le siguió un recorte en los gastos de la empresa. Se dejaron de comprar folios, bolígrafos y lapiceros. Lo siguiente fueron los sueldos. Y finalmente, llegó la desidia. Ante la mala situación prescindimos del habla. Nadie deseaba articular vocablos ni gastar energías en inútiles conversaciones.

Éramos como aquellos seres de la película
La Legión de los hombres sin alma. Sujetos carentes de metas, objetivos e ilusiones y que deberíamos estar muertos como afirmaba Paul Auster en la Música del azar. Para superar la depresión, esa tarde abrí un libro y me puse a leer. Leer obligaba a pensar, posibilitaba viajar a otras épocas sin moverse del sofá, permitía adentrarse en la vida de otras personas y zambullirse en aventuras increíbles. Imaginé estar muy lejos de allí, sin hipoteca, ni letras, en un país que no hubiese vivido los últimos diez años del ladrillo, en un lugar sin políticos ni mentiras, donde decías hola y la gente te devolvía el saludo, en un planeta donde no pagaran seis millones de euros por un tío que daba patadas a una pelota y los niños no muriesen cada tres segundos en el Tercer Mundo.

—Deja de leer —dijo mi mujer—. Es hora de ir a trabajar.
Y regresé de nuevo a la jodida realidad.