Maltrato



Hace tiempo que las voces y los golpes se instalaron en el piso. Hace tiempo que dejó de quererlo. Muchas veces ha soñado con abrir la puerta de la calle y marcharse. Muchas veces ha llorado en silencio, soportando palizas y malos tratos. Jamás ha sido capaz de denunciarlo, ni siquiera se lo ha contado a su mejor amiga. Aun recuerda cómo empezaron los cambios. Fue un día en el que se dejaron entrever los celos, un temperamento posesivo y unos modales cuanto menos cuestionables. A partir de entonces se terminaron las tardes de abrazos, los besos furtivos en el parque, los días comiendo helado y las risas de enamorados. ¿Dónde estaba aquel chico amable, bueno y sincero que le había cautivado? Tenía que ser valiente y largarse de allí como la Mujer Maravillosa que era, aunque él ya no lo creyera.

Viajar


Siempre había soñado con ir a Estados Unidos y recorrer con el coche la mítica ruta 666. Siempre que veía un documental en la televisión de personas en otros lugares me entraban unas ganas enormes de viajar. Canadá, Senegal, Colombia, el destino me daba igual. Tan solo buscaba evadirme de la realidad, conocer otras culturas, diferentes costumbres o la gastronomía del lugar.

Sería estupendo conocer a otras personas y experimentar nuevas vivencias. Sin embargo, solía pensar en los inconvenientes: actualizar el pasaporte, vacunarme, evitar que me robasen o secuestraran, traslados, tiempos muertos perdidos en los aeropuertos, mosquitos y enfermedades tropicales.

El caso es que tengo cincuenta años, estoy divorciado y lo más lejos que he llegado ha sido a cinco kilómetros de mi casa.

Años


Lucas se hallaba en una edad incierta; los chavales le consideraban un viejo. Si se encontraba con un chico joven en la cola del supermercado y éste tenía la intención de decirle algo la primera palabra que salía de su boca era señor. Entonces no se ofendía, simplemente pensaba en lo rápido que había pasado su vida en los últimos años. De los veinte a los treinta casi ni se había enterado. Podía resumir aquella década en 4 ó 5 fotogramas: noches de fiesta con un cubata en la mano, periodo de estudio en la universidad, su relación con Laura y la tele, tragando películas y series.

Para su madre continuaba siendo aquel niño que nació una tarde de marzo. Un niño envuelto en un cuerpo de mayor que seguía siendo incapaz de hacerse la comida, plancharse la ropa o hacerse la colada.

Sus amigos le consideraban un chico viejo que no había conseguido casarse. Y las chicas que entraba en los garitos de fiesta lo veían como alguien instalado en otra época a causa del poco pelo que poblaba su cabeza y la barriga cervecera adquirida con cervezas y dieta basura.

A pesar de todo siempre le quedaba el abuelo y su ánimo con su, pero si estás hecho un crío. Claro que el viejo contaba con noventa y nueve años.

Prensa



Era un habitual de la prensa escrita. Mis secciones preferidas del periódico eran los deportes y los anuncios de contactos, sobre todo los que enseñaban fotos de alguna chica ligera de ropa o dejaban entrever todo lo que una diosa del placer te podía hacer. El resto ni siquiera lo leía. Total, los periodistas siempre estaban inventado mentiras, conflictos que no existían o declaraciones cutres de los políticos de turno. Cuando tiré de la cadena noté cierto escozor en el trasero. Sí, debía cambiar pronto de diario. Con esto de la crisis la calidad del papel estaba mermando.

La enferma


Era muy guapa con los ojos azules, melena negra y medidas de vértigo. Con celeridad se tumbó en la camilla y se fue quitando la ropa igual que una striper. Noté un sudor frío recorriéndome la espalda. ¡Cómo estaba la tía! “Me duele aquí, doctor”. Osculté el pecho deseando sumergirme en aquellos dos esféricos. “Estoy muy malita” comentó mientras se deshacía de la parte de arriba del sujetador. Si ella estaba mal, mi mujer se asemejaba a un clon de la niña del exorcista poseída. Tragué saliva, deseando no cometer alguna estupidez. Tenía una figura envidiable para cualquier soltero necesitado de afecto. “Y aquí también me duele”, soltó mientras se disponía a desprenderse del tanga. Al instante sentí que algo dentro de mí iba a estallar. “Se… Se ha confundido, dije, esto es ginecología, el urólogo está un par de plantas más arriba”.

Bellísima persona



Se llamaba Alfred y tenía cuarenta y nueve años. En su tiempo libre, iba casi todos los días a misa, ayudaba a los invidentes a pasar la calle, colaboraba de manera altruista en una ONG, se preocupaba por los minusválidos y participaba en todo tipo de proyectos interesados en mejorar el barrio y la calidad de vida de los ancianos. Para sus vecinos era una especie de Mesías, una persona que sin esperar nada, ofrecía su tiempo a los demás. Trabajaba de gerente en un supermercado y siempre que podía, conseguía comida gratis para los indigentes, daba limosnas a los vagabundos y echaba una mano a quien necesitase un techo para pasar la noche. Una gran persona, como le definían sus amigos.

Pero lo que nadie conocía, lo que nunca llegarían a saber era su historia con la chica rubia, de ojos azules, bonita figura, a quien secuestró y retenía en el sótano, donde cada noche, azotaba, violaba y vejaba en su particular mansión de los horrores.

Conductores



Existen varias clases de conductores. Los hay con malas pulgas que en cuanto ven el mínimo atisbo de tráfico se ponen a proferir insultos y a pitar como si fuesen unos descerebrados. Les molesta cualquier cosa; el abuelo que tarda demasiado en cruzar el paso de cebra, el crío que le observa desde la acera o el vehículo delante del suyo. Son irascibles por naturaleza y se vuelven nocivos en cuanto tienen un volante en sus manos. No les importa bajarse del coche, montar una bronca de campeonato con el conductor de turno por cualquier tontería o liarse a tortas con quien sea.

En el lado opuesto están los tranquilos, quienes no se alteran ni siquiera si divisan una nave espacial en la carretera. Jamás se meten con nadie y sólo desean llegar sanos y salvos a su lugar de destino. Si otro conductor les pita hacen caso omiso. Si se da la circunstancia de que hay mucho tráfico esperan pacientemente en la carretera a que se disipe la caravana de camiones y vehículos. Sin embargo, hoy uno de esos tíos tranquilos se ha enzarzado en una pelea con un conductor descerebrado. La causa que su mujer se lo estaba montando con el otro fulano.

Interés



Antes, cuando tenía dinero en la cuenta, acudía a la sucursal bancaria y el director salía de su oficina sólo para saludarme.

— ¿Qué tal? ¿Cómo te va la vida?—me preguntaba.

Y me daba una palmada en la espalda, se interesaba por mis hijos e incluso en alguna ocasión me llegó a invitar a un café mientras me hablaba de atractivas inversiones, formas de rentabilizar al máximo los ahorros o me enseñaba pequeños trucos para tributar menos en la declaración de la renta.

A veces, la efusividad alcanzaba cotas inimaginables. Un abrazo o un fuerte apretón de manos lo refrendaban. Tanta amabilidad me desbordaba. Y más si procedía de alguien a quien apenas veía unos minutos al mes.

Con todo, me resultaba simpático con su impoluto traje azul y su porte de ejecutivo. Muchas veces me preguntaba por qué no conseguía marcharse de aquella sucursal con sus profundos conocimientos financieros. Si uno es capaz de obtener beneficios para otros era de idiotas no hacerlo para uno mismo.

Hace unos meses mi empresa de persianas quebró. Y ahora, suelo acudir a menudo a la oficina del banco. Sin embargo, el director se muestra inaccesible. O no está o se encuentra ocupado. Lo que cambian las cosas cuando se tiene la intención de pedir un préstamo.

La fiesta


Decidí no acudir con mi esposo al baile de disfraces porque me encontraba indispuesta. Al cabo de un par de horas me empecé a sentir mejor y opté por ir, pero sin decirle nada a Lucas. Ya le vería allí y le daría una sorpresa. La fiesta se celebraba en casa de unos amigos. Al entrar en el salón descubrí a un sinfín de personas embutidas en trajes cuyas máscaras ocultaban los semblantes.

Busqué con ahínco a mi marido, hasta dar con él, oculto detrás de un disfraz de arlequín. Qué guapo estás, dije. Y empezamos a bailar. Él parecía disfrutar. Cuando cesó la música nos fuimos al jardín, nos apartamos del resto e hicimos el amor. Resultó fascinante hacerlo con los disfraces y la máscara puestos, en un entorno de árboles, flores y pequeños arbustos.

Después regresamos a la fiesta, nos mezclamos con los invitados y le perdí. De modo que regresamos a casa cada uno por su lado.

Cuando llegué, él ya estaba allí.

— ¡Ha estado bien el polvo en el jardín!—dije.

— ¿De qué hablas?

— De ti y de mí montándonoslo en la fiesta de disfraces.

—¡Serás zorra! Si he estado toda la noche en el bar jugando al póker. —dijo mientras iba a la cocina en busca de una pistola.

Profesional


Me habían contratado para matar a aquel tipo. Se trataba de un hombre de negocios que sus socios querían quitarse de encima. Cada vez que aceptaba un encargo solía estudiar a fondo a la futura víctima. Aprendía su rutina, los lugares que frecuentaba, las amistades e incluso hasta donde aparcaba su vehículo. Estudiaba al detalle su vida, pues de eso podía depender la mía. Jamás había fallado. Y siempre que podía, disfrazaba el asesinato convirtiéndolo en un suicidio. No era nada fácil. Podía darse la posibilidad de que un individuo se cayese por las escaleras o desde un décimo piso, podía fallarle el líquido de frenos o también contemplaba la hipótesis de una muerte por sobredosis. Nunca había que dejar el mínimo rastro de mi presencia. Hacerse invisible se erigía en fundamental para llevar a cabo la empresa. Si te descuidabas y alguien te veía, existían dos opciones terminar en la cárcel o poner fin a esa otra vida. Coincidí con mi objetivo en el ascensor. Ambos subimos al tercer piso. Antes de que el elevador se detuviera, pulsé el botón y lo detuve. El hombre se quedó perplejo. No fue hasta que extraje la cuerda cuando comprendió que corría cierto peligro. No obstante, el individuo sacó una pistola, me apuntó entre ceja y ceja y disparó. Mientras la bala se dirigía hacia mí lo comprendí. Aquel sujeto era un profesional como yo, contratado por mi ex mujer.

Taxi



Se levantaba a las cuatro de la mañana y salía con el taxi. A esas horas solía recoger a borrachos, personas con alguna urgencia que deseaban ir al hospital, viajeros que madrugaban para coger el tren o individuos que acudían a trabajar. Llevaba en aquel oficio más de 25 años, casi desde que se sacó el carnet de conducir. Por su taxi habían desfilado amas de casa, toreros, jugadores de fútbol, pintores, amantes, prostitutas y yonquis. Jamás había tenido ningún incidente, pero sí anécdotas graciosas como cierta ocasión en que un cliente se olvidó un paquete que resultó ser una muñeca hinchable o el día que se encontró un fajo de billetes por valor de quince mil euros.

Era un trabajo duro estar tantas horas metido dentro del coche, escuchando la radio o viendo desfilar la vida. Además, no se ganaba demasiado. Entre la gasolina, el seguro de autónomo y algún imprevisto que surgía de vez en cuando, el margen de beneficio quedaba muy reducido para pagar la hipoteca, el colegio de los críos e ir tirando. No obstante, aquello era su vida y moriría en aquel taxi.

Clases



Durante el noventa y seis las clases eran un tostón. Acudía por obligación ya que cabía la posibilidad de perder la escolaridad en caso de faltar al 15% de los créditos de la asignatura. Psicología, estadística y sociología se hacían infumables a causa de los profesores que impartían las clases. Me pregunto si ellos hubieran sido capaces de permanecer sentados más de dos horas escuchando a un colega suyo, leyendo a toda velocidad unos apuntes o pasando el Power Point con unas anotaciones que me importaban una higa.

A pesar de estar de cuerpo presente, mi mente se ocupa de otras cosas. ¿Qué hacer ese fin de semana? ¿Dónde emborracharse? O cuál podía ser el mejor sitio para ir a ligar. A los dieciocho años, los estudios no significan nada, tan sólo la opción de viajar a otra ciudad a estudiar una licenciatura, alejado de padres y familia, que daría acceso al mercado laboral.

Al principio me costó aclimatarme y hacer amigos, pero conforme se sucedieron las semanas, noté que aquella experiencia podía ser la mejor de mi vida. A veces mi hermano me recalcaba que el momento más grato de su existencia lo pasó estudiando, pues si uno sabía montárselo, podía estudiar y disfrutar cada minuto como un enano. Además, no había ninguna otra preocupación como pagar la hipoteca, las facturas, los dolores de cabeza por no llegar econonómicamente a fin de mes o someterse a un insufrible horario laboral de ocho o nueve horas diarias.

—Salga a la pizarra y explíqueme el estructuralismo del tema seis—me dijo el profesor ataviado con corbata, traje negro y ojos de sueño, síntoma de haber estado viendo la peli porno de la noche anterior que emitían a altas horas de la madrugada.

La pregunta me cogió de improviso, como si estuviese en el váter, entrara alguien por la puerta y no me diese tiempo suficiente a ponerme los pantalones. Francamente, Lévi Strauss, los mitos y el sistema de parentesco me daban igual, pues qué utilidad le iba a dar en la vida real.

—Para eso ya está usted.

Y me senté. Con saber las teorías de aquel tipo durante el examen sería suficiente.

Huida


Aprovechando un descuido del vigilante, el fugitivo saltó la verja de la cárcel, avanzó casi doscientos metros y salió corriendo hacia la carretera en dirección al bosque. Corría como si su vida estuviese en juego, como si aquella jugada fuese la última mano de una partida de póker en la que hubiera apostado millones de euros. Jadeaba, pero ni siquiera miró atrás al adentrarse en la vegetación. Llevaba preso más de quince años, acusado de atraco a mano armada y robo con intimidación. Mientras apretaba el ritmo de la zancada, recordó las horas dentro de su celda, con calor, olor a pies, voces, gritos y los abusos sufridos por parte de otros presos. En aquella cárcel se cometían todo tipo de atrocidades y no era nada extraño ver a reclusos que se habían ahorcado, incapaces de superar las torturas, los abusos sexuales o las humillaciones.

Ahora era libre. Y no volvería nunca más a aquel lugar. Al menos con vida. Dentro de unos minutos, al iniciar el recuento, el guardián de la cárcel se daría cuenta de la fuga. E irían detrás de él, con helicópteros, patrullas y perros. Con todo, el fugitivo se internó entre los árboles sin saber que, en breve, el bosque se convertiría en su nueva prisión ya que todos los que se habían adentrado en aquel paraje jamás habían sido encontrados.

The end


Sandra comenzó a deshojar la margarita. Cuando prescindió de todos los pétalos pensó que iba a hacer en los días sucesivos. Llevaba en aquella empresa más de 12 años. En ese tiempo se había dejado el alma haciendo presupuestos, elaborando facturas, clasificando albaranes, cogiendo el teléfono y abriendo la puerta. E incluso había hecho cosas por el gerente que ni siquiera figuraban entre sus funciones como comprarle tabaco, hacer sus recados, además de cuidar de sus hijos cierto día que él y su esposa acudieron a una cena de gala en el que tan solo recibió un escueto gracias. Tantas horas perdidas por un salario bajo, con el que apenas llegaba a final de mes para pagar la hipoteca de una casa que por todos los lados hacía aguas. Tantas veces en las que ni siquiera había salido un no de su boca; tantas ocasiones en las que se tuvo que morder la lengua. Y en apenas unos minutos entraría en su despacho y recibiría la carta de despido. La razón la sabía: ninguna, pero el papel diría lo contrario: reducción de plantilla por necesidades de la producción, la crisis o lo que fuera. Podían despedirla incluso por perder un clip.

Unos segundos más tarde, dejó el tallo sobre la mesa y tiró los pétalos a la basura. En su mente flotaban varias palabras. Me despiden. No me despiden. Cuando atravesó el umbral de la puerta del gerente lo supo. Aquella película se terminaba para siempre. El The end reinaba en le horizonte como el rótulo de un bar con luces de neón. Ya no habría más madrugones para coger el autobús, ya no tendría que ir a recoger el correo todos los días y ni preocupación alguna por el sándwich que iba a comer a media mañana.

—Hemos pensado subirte el sueldo—dijo el tipo.

Ése habría sido el sueño de Sandra, pero la realidad era bien distinta.

El lunes esperaría en las largas colas del INEM demandando un empleo al igual que otros cuatro millones de parados.