En el cine



Cuando entré en el cine tenía pensado ver aquella película. Una mezcla de terror y suspense, una de esas superproducciones de Hollywood sin argumento profundo, concebidas para pasar un buen o mal rato, según se mire, comiendo palomitas y abrazando a tu chica.

Me instalé en las últimas butacas libres y esperé a que apagasen las luces. Justo delante de mí, dos jóvenes alababan las virtudes anatómicas de la protagonista. Mencionaban ciertas fotos que circulaban por la red de la actriz desnuda. Después comenzaron a contar de qué iba la película. No hay cosa que más me moleste que un par de estúpidos diseccionen hasta el último fotograma del film que he ido a ver.

—Sí, se la cargan—dijo solemne—. Creo que el monstruo la persigue por un bosque y luego la asfixia.

Tuve ganas de soltar un gancho de izquierda en el semblante del chico. Pero no lo hice. Me apoyé contra el respaldo y deseé que el proyeccionista pusiese a andar la bobina. El cine quedó a oscuras. Aun así la voz del chico continuó resonando en mi cabeza como el eco del viento en una gran arboleda.

Sin pensármelo dos veces, cogí mi jersey y lo coloqué alrededor del cuello del chaval que hablaba sin parar. Durante un instante pensé en que iba a gritar. Y apreté fuerte como no lo había hecho nunca antes en mi vida.

En la sala sólo se escuchaban las voces de los dobladores. Para mi estupefacción su amigo ni siquiera se había dado cuenta de que había silenciado a su compañero para siempre. Salí del cine como una sombra, bajé las escaleras que daban a la calle y pensé en que ahora era yo un homicida. El asesino de los cines Bretón titularían mañana en la portada de los diarios locales y nacionales.

Chica, chico qué lío.



Si uno permanece atento puede darse cuenta de las historias que ocurren a su alrededor cuando sube a un autobús urbano. Relatos del tipo chico se enamora de chica y no es correspondido. Y si lo es, pues quizá esa noche mojen en la parte de atrás del coche del chico. O chica que se cambia de lugar porque el chico con el que comparte asiento huele mal, lleva varios días sin ducharse y le mira de forma insinuante las tetas.

O chica se enrolla con chico de quien no puede desprender la mirada y deciden montar un trío con el otro chico que viaja detrás y está próximo a bajarse en la siguiente parada. O chico intima con otro chico e intercambian números de teléfono para compartir la intimidad en un descampado o en unos baños públicos. O chica guiña el ojo a otra chica y se morrean en mitad del autobús ante la estupefacción de los señores más mayores que profieren quejas del tipo qué vergüenza mientras sienten una descomunal envidia por dentro, deseando como animales en celo que la chica les hiciese aquello.

O chico se propasa con chica, recibe un guantazo y debe intervenir la policía. E incluso chica y chico se levantan de sus respectivos asientos para dejar sentarse a la ancianita de turno, mientras deslizan delicadamente la mano llevándose consigo la cartera de la vieja. O chico enciende un porro y termina en urgencias por el puñetazo que recibe del conductor del autobús.

Monotonía



¿Por qué no olvidar? Para alejarme de ti. Para terminar de una vez con esta relación que parece una cárcel de días interminables, de noches tristes durmiendo en la misma cama, pero a kilómetros de distancia, en islas remotas, la una de la otra. Para no tener que esperar cada mañana en la puerta del baño mientras escucho en la cocina cómo saltan las rebanadas de pan de la tostadora. Para no tener que decir adiós cuando salgo de casa en dirección al trabajo. Para no llenar los huecos del silencio corrigiendo exámenes y preparando estúpidas clases de alumnos a quienes les importa lo más mínimo Unamuno, García Lorca o Raymond Carver.

Desde hace un tiempo la monotonía se ha apoderado de nuestras vidas. La rutina parece tan previsible que la sola idea de escapar nos aterra como los fotogramas de la Matanza de Texas o de Holocausto Caníbal. Y lo más triste es que nos hemos acostumbrado a esa agonía. A veces, desearíamos huir, marcharnos y hacer otras cosas, pero ya no hay tiempo porque los días nos devoran como pirañas hambrientas en una pecera. Existe una hipoteca de por medio, un coche pagado a medias y los gemelos que están en camino. Es lunes. Suena el despertador y hay que ir otra vez a la oficina. Y así un día, otro y otro más, hasta que tú o yo terminemos para siempre con esto.

La llamada


Cogí el teléfono y alguien, con una voz grave, me dijo que me iba a matar. Al principio lo achaqué a una de esas bromas que gasta algún gracioso que no tiene nada mejor que hacer. Luego al pulsar la tecla para identificar la llamada me di cuenta de que se trataba de un número oculto. Me quedé pensativo durante unos instantes. ¿Y si era verdad? ¿Y si alguien me quería matar? Que yo supiera no tenía enemigos. Aun así, empecé a elaborar una pequeña lista de posibles candidatos a homicidas: mi ex mujer, el vecino del cuarto con quien tuve un conflicto a consecuencia de la rotura de una tubería, un compañero de trabajo que nunca me saluda, la asistenta a quien llevaba más de seis meses prometiendo un aumento de sueldo y nunca lo hacía o el desconocido que me observaba de reojo en el bar. Sentado en el despacho de casa sopesé la posibilidad de morir en ese preciso momento. ¿Cómo sería? ¿Un vaso de veneno? ¿Una jeringuilla que me clava un tipo en el ascensor? ¿Los frenos del coche que no funcionan? Casi sin querer empecé a rallarme con pensamientos inútiles, obsesiones provocadas por una estúpida llamada. Sí era una chorrada, me dije, hasta que oí el timbre de la puerta…

RUB


¿A dónde van los patos de Central Park cuando el lago se hiela?