Fatalidades



Tenía unas ganas bestiales de largarme de aquella playa. Las vacaciones habían sido un infierno. El hotel de cinco estrellas resultó ser de menos diez estrellas. Las camas de la habitación parecían haber sido extraídas de una escombrera. El retrete se asemejaba a un pozo ciego y de la ducha salía el agua mezclada con barro. La cama, es decir, un jergón de espuma estaba habitado por chinches, garrapatas y cualquier bacteria peligrosa. Pero eso no lo descubrimos hasta la mañana siguiente cuando comprobamos delante de un espejo la selva de picaduras, granos y hematomas diseminados por todas las partes del cuerpo. Hasta en la entrepierna se nos metieron aquellos bichos.
Mi mujer decía que teníamos que ser positivos. Habíamos pagado cinco mil euros por aquel viaje, de modo que debíamos disfrutar del itinerario que nos había preparado la agencia. Así, visitamos un parque natural en plena selva donde un león fugado casi nos devoraba. Al parecer el animalito se había fugado aprovechando un descuido de los cuidadores. Tuvimos suerte porque el rey de la selva sólo se ensaño con el coche. Eso sí, pasamos un rato desagradable observando sus fauces y sus dientes afilados como los colmillos de un vampiro, mientras rezábamos para que no rompiese el cristal y nos zampara. Tras seis horas de espera, varios indígenas del lugar lograron reducir a la bestia. Aun así, lo peor vino después, a la hora de la cena. Se trataba de un buffet libre compuesto de hojas, algas, plantas y lechugas. Al parecer en aquel sitio todos estaban a dieta. A mi mujer, una señora de cincuenta años, veinte kilos de más que se zampaba cualquier golosina que estuviese delante de sus ojos le parecía fantástico. A mí, adicto a la carne, una mierda.

Harto, decidí dar un paseo por la playa. Enseguida vislumbré el sol en la distancia igual que una piedra expuesta al fuego. A esas horas corría el aire y el mar se hallaba en calma, entretanto los peces se deslizaban inasibles por el agua. Coloqué mis posaderas en una roca y contemplé embobado el paisaje creyendo que únicamente por aquella magnífica panorámica el viaje merecía la pena. Por un instante experimenté la misma sensación que aquel individuo pintado por Friedrich siglos atrás subido a una roca, el hombre ante la inmensidad de la naturaleza se llamaba.

Terreno lejano


Todo salió mal. Y ahora llevábamos un cadáver en el maletero. Mientras observaba de reojo a mi colega Bruno, no podía desprender de mi retina cómo le había volado los sesos al tipo sin ni siquiera decir esta boca es mía. Apenas unas milésimas de segundo. Visto y no visto. Un disparo certero entre ceja y ceja fue suficiente para que el hombre de negocios, que se negaba a pagar a nuestro jefe la cuota por protección, pasase a mejor vida. Aquél era mi primer cadáver. La primera vez que vislumbraba la muerte tan cerca. Por suerte, nadie se había dado cuenta del trágico suceso, salvo tal vez el gato que vagaba errante por el callejón a las cuatro de la madrugada. Después de liquidarlo, cargamos el cuerpo en el coche y nos largamos a toda prisa como si el diablo nos persiguiera. Debíamos llevar al muerto a algún descampado, una zona alejada de la civilización para evitar que la policía nos incriminase. Bruno contempló la opción de descuartizar el cadáver. Cortarle los dedos de la mano, la cabeza y los dientes, por si algún médico conservaba en su registro dental los datos del tipo. A mí me dio pavor sólo con pensarlo. No me imaginaba con la sierra eléctrica, troceando las partes de su anatomía. La mejor opción y la más viable consistía en localizar un lugar apartado, un sitio donde jamás diesen con el empresario y luego enterrarlo. Podíamos cavar una fosa profunda y echar cal para que el cadáver desapareciera.

Mientras Bruno cruzaba la frontera de Sacramento pensé en lo que ocurriría si nos detenía la policía. Un faro estropeado, un problema en el vehículo o cualquier estupidez podía ser motivo más que suficiente para que una patrulla parase el coche, nos hiciera salir y lo registrara. De veinte años a cadena perpetua.

—Entra por ahí—dije entretanto divisaba en la distancia una zona bastante apartada—. Podemos cavar un foso unos kilómetros más allá.

Paramos en una zona desierta. Salimos del vehículo y al hacerlo comprobamos una cosa un tanto extraña. El maletero se encontraba abierto y el cadáver no estaba. Había restos de sangre como si hubiésemos perdido la carga.

—Por esta zona hay mucho chorizo—dijo Bruno intentando buscar una explicación lógica.

—¿Quién coño se va a llevar un cuerpo?

Y nos quedamos pensativos, al tiempo que contemplábamos el resplandor de las estrellas.

En el vacío


No sé muy bien lo que me llevó a robar aquel Cadillac. Tan sólo forcé la puerta, hice un puente y arranqué el coche. Tomé una de las salidas en dirección a la colina y conduje por la carretera. Eran las tres de la madrugada y sentía que debía hacer algo. El aire me daba de perfil. Había tenido una noche desastrosa jugando al póquer. Las cartas nunca me acompañaron desde el inicio de la partida. De modo que había perdido la nada desdeñable cifra de veinte mil dólares, los ahorros de toda una vida.

Ahora tan sólo podía pensar en ese instante. ¿Dónde dormiría esa noche? O, ¿qué haría si no podía pagar el alquiler del apartamento? Eran preguntas que desde luego no me importaban. Había ido a Hollywood una década atrás a probar suerte como guionista, pero tras tres años de película en película, lo único que había conseguido era una úlcera de estómago a causa del alcohol y de los continuos cambios que proponían los productores en mis historias. Para bien o para mal me sentía como un estropajo de usar y tirar. Mis escritos servían para producir filmes de serie B. Cutres bodrios financiados por la iglesia evangélica y cuyos protagonistas eran meros aficionados incapaces de aprender un diálogo.

Conduje hasta la colina. Detuve el Cadillac y pensé en que si me tiraba al vacío nadie me echaría de menos, bueno quizá algún cinéfilo si reparaba en mi nombre impreso en los títulos de crédito. Tampoco tenía a nadie en casa que me estuviese esperando. Así las cosas, pisé el acelerador y regresé a la carretera. Conduciría hasta el final, hasta que se terminara la última gota de gasolina. Y luego… Bueno, ya vería.

¡Sorpresa!


Piensas en hacerlo bien. Te convences de que esta vez no meterás la pata. Así, preparas la fiesta sorpresa de cumpleaños para que no se entere el interesado. Alquilas un local, lo habilitas para la ocasión. Ya sabes, un poco de decoración por aquí, unas cuantas mesas por allá. Traes el ordenador de casa. Seleccionas con minuciosidad la música que va a sonar en la fiesta. Luego elaboras una pequeña lista con lo que necesitas y vas a comprar sabiendo que perderás la tarde. A la hora de pagar reparas en que las cajeras del supermercado te observan de forma extraña mientras pasan los códigos de barras de seis botellas de whisky, diez de vodka, tres de ron y veinte de Coca cola. Haces ademán como queriendo decir que no eres un alcohólico y que esto no te lo vas a beber tu solo, que seguramente irán a la fiesta otros treinta tíos. Después te encargas de llenar el sitio con las provisiones de turno. Total, la broma te sale por una pasta gansa. Más tarde, llamas por teléfono al resto de colegas. Y les adviertes que no digan ni una palabra a quien cumple los años. Que va a ser una noche bestial y que todos van a disfrutar. Por último, te tomas la molestia de llamar al tipo para quien has preparado con tanto esmero la fiesta sorpresa. El chaval entra por la puerta. Y te quedas estupefacto al ver su rostro al tiempo que un coro de voces pronuncia su nombre y un felicidades. Satisfecho, te acercas al tío, le das una palmada en la espalda además de un buen tirón de orejas mientras te suelta: no, si mi cumpleaños no es hasta dentro de tres meses. Y entonces… Bueno entonces te quedas con cara de gilipollas.

RUB


¿A dónde van los patos de Central Park cuando el lago se hiela?