No sé muy bien lo que me llevó a robar aquel Cadillac. Tan sólo forcé la puerta, hice un puente y arranqué el coche. Tomé una de las salidas en dirección a la colina y conduje por la carretera. Eran las tres de la madrugada y sentía que debía hacer algo. El aire me daba de perfil. Había tenido una noche desastrosa jugando al póquer. Las cartas nunca me acompañaron desde el inicio de la partida. De modo que había perdido la nada desdeñable cifra de veinte mil dólares, los ahorros de toda una vida.
Ahora tan sólo podía pensar en ese instante. ¿Dónde dormiría esa noche? O, ¿qué haría si no podía pagar el alquiler del apartamento? Eran preguntas que desde luego no me importaban. Había ido a Hollywood una década atrás a probar suerte como guionista, pero tras tres años de película en película, lo único que había conseguido era una úlcera de estómago a causa del alcohol y de los continuos cambios que proponían los productores en mis historias. Para bien o para mal me sentía como un estropajo de usar y tirar. Mis escritos servían para producir filmes de serie B. Cutres bodrios financiados por la iglesia evangélica y cuyos protagonistas eran meros aficionados incapaces de aprender un diálogo.
Conduje hasta la colina. Detuve el Cadillac y pensé en que si me tiraba al vacío nadie me echaría de menos, bueno quizá algún cinéfilo si reparaba en mi nombre impreso en los títulos de crédito. Tampoco tenía a nadie en casa que me estuviese esperando. Así las cosas, pisé el acelerador y regresé a la carretera. Conduciría hasta el final, hasta que se terminara la última gota de gasolina. Y luego… Bueno, ya vería.
Ahora tan sólo podía pensar en ese instante. ¿Dónde dormiría esa noche? O, ¿qué haría si no podía pagar el alquiler del apartamento? Eran preguntas que desde luego no me importaban. Había ido a Hollywood una década atrás a probar suerte como guionista, pero tras tres años de película en película, lo único que había conseguido era una úlcera de estómago a causa del alcohol y de los continuos cambios que proponían los productores en mis historias. Para bien o para mal me sentía como un estropajo de usar y tirar. Mis escritos servían para producir filmes de serie B. Cutres bodrios financiados por la iglesia evangélica y cuyos protagonistas eran meros aficionados incapaces de aprender un diálogo.
Conduje hasta la colina. Detuve el Cadillac y pensé en que si me tiraba al vacío nadie me echaría de menos, bueno quizá algún cinéfilo si reparaba en mi nombre impreso en los títulos de crédito. Tampoco tenía a nadie en casa que me estuviese esperando. Así las cosas, pisé el acelerador y regresé a la carretera. Conduciría hasta el final, hasta que se terminara la última gota de gasolina. Y luego… Bueno, ya vería.
0 comentarios:
Publicar un comentario