No se puso a llorar porque quería economizar las lágrimas. En tiempos de crisis cualquier esfuerzo se podía pagar. Se había convertido en una cifra en el INEM hacía un par de semanas cuando en la distribuidora de libros para que la que trabajaba le echaron a la calle. Sus jefes le acusaron de robar una goma elástica. Al menos, no le sucedió lo que a Juan, que lo largaron después de un problema intestinal y tupir la taza del váter de la empresa. El desliz estomacal costó a la distribuidora quinientos doce euros porque dieron antes de tiempo baja al seguro. Pensó en que las cosas se encontraban mal, pero que cuando dejase de recibir el subsidio por desempleo se pondrían muchísimo peor. ¿Dónde viviría? ¿Qué haría? Se hacía esas preguntas cada noche mientras escuchaba de fondo los jadeos y muelles oxidados de la cama de los vecinos del 5ºA. Ni siquiera los llantos de su hijo recién nacido o la indiferencia de su mujer cuando cruzaban sus miradas parecían causarle efecto. No encontraba trabajo en ningún lado. Cada día echaban a gente de concesionarios, constructoras, supermercados y fábricas. Sobraban personas por todos los sitios. Hacía varios meses que dejaron de pagar la hipoteca del piso, el seguro del coche, las letras del garaje. En breve llegaría la orden de desahucio del juzgado. ¿Qué sería de sus vidas? Y se puso a reír. Al menos el sentido del humor no lo había perdido, todavía.
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