Cuando entré en el cine tenía pensado ver aquella película. Una mezcla de terror y suspense, una de esas superproducciones de Hollywood sin argumento profundo, concebidas para pasar un buen o mal rato, según se mire, comiendo palomitas y abrazando a tu chica.
Me instalé en las últimas butacas libres y esperé a que apagasen las luces. Justo delante de mí, dos jóvenes alababan las virtudes anatómicas de la protagonista. Mencionaban ciertas fotos que circulaban por la red de la actriz desnuda. Después comenzaron a contar de qué iba la película. No hay cosa que más me moleste que un par de estúpidos diseccionen hasta el último fotograma del film que he ido a ver.
—Sí, se la cargan—dijo solemne—. Creo que el monstruo la persigue por un bosque y luego la asfixia.
Tuve ganas de soltar un gancho de izquierda en el semblante del chico. Pero no lo hice. Me apoyé contra el respaldo y deseé que el proyeccionista pusiese a andar la bobina. El cine quedó a oscuras. Aun así la voz del chico continuó resonando en mi cabeza como el eco del viento en una gran arboleda.
Sin pensármelo dos veces, cogí mi jersey y lo coloqué alrededor del cuello del chaval que hablaba sin parar. Durante un instante pensé en que iba a gritar. Y apreté fuerte como no lo había hecho nunca antes en mi vida.
En la sala sólo se escuchaban las voces de los dobladores. Para mi estupefacción su amigo ni siquiera se había dado cuenta de que había silenciado a su compañero para siempre. Salí del cine como una sombra, bajé las escaleras que daban a la calle y pensé en que ahora era yo un homicida. El asesino de los cines Bretón titularían mañana en la portada de los diarios locales y nacionales.