El detective le encañonó con el arma desde el otro lado de la habitación. El escritor observó su imagen recortada entre las sombras. Reparó en su estatura que sobrepasaba los seis pies, en su mirada aguda y penetrante y en su nariz fina y aguileña que le otorgaban un aire de viveza. Distinguió su gorra inconfundible, el abrigo y la capa. El escritor volvió a fijarse en la pistola y entonces, sus manos temblaron y una película de sudor se deslizó con celeridad por su frente. Vio que le apuntaba a los ojos. Tenía buena puntería. Él y los miles de lectores de The Strand Magazine lo sabían.
—Si quieres tirar a Moriarty por las cataratas del Reichenbach adelante, pero yo no salto ni de coña —comentó el detective.
—Quizás podamos llegar a un arreglo —dijo Arthur Conan Doyle con una voz ronca como el arrullo de una paloma enferma.
—Más te vale ¡Y ya de paso me gustaría que me buscases una novia! ¡Ah, y que esté buena!
—Si quieres tirar a Moriarty por las cataratas del Reichenbach adelante, pero yo no salto ni de coña —comentó el detective.
—Quizás podamos llegar a un arreglo —dijo Arthur Conan Doyle con una voz ronca como el arrullo de una paloma enferma.
—Más te vale ¡Y ya de paso me gustaría que me buscases una novia! ¡Ah, y que esté buena!
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