Observó el pliego de papel en blanco y sintió una punzada en la tripa. Llevaba días luchando contra aquella idea que deambulaba por su mente como un viajero errante. Escribir implicaba dejarse la piel en leer, corregir, borrar, sobrescribir y tirar folios y folios a la basura durante años o décadas. Además, cabía la posibilidad de que ese esfuerzo no tuviera nunca recompensa. Nada aseguraba a un escritor que su obra viera algún día la luz, como mucho llegaría a vislumbrar la sombra del cajón del escritorio o la hoguera. La escritura era un trabajo duro, agotador, donde podía dejarse el alma sin obtener ningún fruto. Aquel viaje literario transcurría por un territorio hostil, plagado de baches, donde las musas y los milagros no existían, solo la perseverancia y el trabajo. La pluma descansaba paciente sobre el tintero a que tomara una decisión. Ser o no ser escritor, ésa es la cuestión, se dijo Shakespeare mientras a lo lejos distinguía el cielo azul como un extenso mar de seda.
Álvaro
Hace 11 años
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