Androides


Una bomba nuclear había devastado el planeta. Ahora en el 2067 las máquinas dominaban la tierra. Los humanos sobrevivían como podían ocultos en cuevas. Yo era uno de los pocos que combatía a los androides. El Post-Apocalsis había llegado. Mis armas eran una pistola y unas cuantas metralletas. De pronto la criatura deforme de metal vino hacia mí como alma que llevaba el diablo. Divisé sus ojos, su nariz forjada a base de acero y unas ramificaciones de cables que parecían ser sus manos. Iba a matarme. Lo sabía, pero vendería cara mi piel. Por un instante me sentí del mismo modo que el protagonista de la novela Soy leyenda de Richard Matheson. Apunté con el AK 47 a aquella bestia que al igual que sus compañeros deseaba ser la raza por excelencia del planeta. Aquellos robots tenían un ordenador implantado en su cabeza que pensaba por sí mismo. Eran más inteligentes que el ser humano, carecían de sentimientos, de metas y de sueños. Tan sólo tenían en mente terminar con todo aquello que tuviese vida ya fuera árboles, insectos o plantas. Se fabricaban en serie en la vieja planta de una fábrica. En breve colonizarían todos los rincones del mundo y poseían una ventaja respecto a cualquier especie. No se alimentaban, apenas necesitaban un poco de energía para sobrevivir. Hice fuego sobre el ser de metal. Saltaron chipas. El androide se acercó. Podía sentir su calor, la energía estática que irradiaba. Sin embargo, mis balas no surtieron el efecto deseado.

—¡Vas a morir!—me dijo con una voz similar a la de C-3PO.

Noté cómo me atravesaba el filo del metal. La sangre brotó y caí al suelo igual que un saco de huesos. “Insert coin”, me indicaba la maquina de aquel videojuego.


—¡Joder!—me han vuelto a matar me dije, mientras regresaba a la realidad y buscaba en el bolsillo del pantalón otra moneda de veinticinco pesetas.

Fatalidades



Tenía unas ganas bestiales de largarme de aquella playa. Las vacaciones habían sido un infierno. El hotel de cinco estrellas resultó ser de menos diez estrellas. Las camas de la habitación parecían haber sido extraídas de una escombrera. El retrete se asemejaba a un pozo ciego y de la ducha salía el agua mezclada con barro. La cama, es decir, un jergón de espuma estaba habitado por chinches, garrapatas y cualquier bacteria peligrosa. Pero eso no lo descubrimos hasta la mañana siguiente cuando comprobamos delante de un espejo la selva de picaduras, granos y hematomas diseminados por todas las partes del cuerpo. Hasta en la entrepierna se nos metieron aquellos bichos.
Mi mujer decía que teníamos que ser positivos. Habíamos pagado cinco mil euros por aquel viaje, de modo que debíamos disfrutar del itinerario que nos había preparado la agencia. Así, visitamos un parque natural en plena selva donde un león fugado casi nos devoraba. Al parecer el animalito se había fugado aprovechando un descuido de los cuidadores. Tuvimos suerte porque el rey de la selva sólo se ensaño con el coche. Eso sí, pasamos un rato desagradable observando sus fauces y sus dientes afilados como los colmillos de un vampiro, mientras rezábamos para que no rompiese el cristal y nos zampara. Tras seis horas de espera, varios indígenas del lugar lograron reducir a la bestia. Aun así, lo peor vino después, a la hora de la cena. Se trataba de un buffet libre compuesto de hojas, algas, plantas y lechugas. Al parecer en aquel sitio todos estaban a dieta. A mi mujer, una señora de cincuenta años, veinte kilos de más que se zampaba cualquier golosina que estuviese delante de sus ojos le parecía fantástico. A mí, adicto a la carne, una mierda.

Harto, decidí dar un paseo por la playa. Enseguida vislumbré el sol en la distancia igual que una piedra expuesta al fuego. A esas horas corría el aire y el mar se hallaba en calma, entretanto los peces se deslizaban inasibles por el agua. Coloqué mis posaderas en una roca y contemplé embobado el paisaje creyendo que únicamente por aquella magnífica panorámica el viaje merecía la pena. Por un instante experimenté la misma sensación que aquel individuo pintado por Friedrich siglos atrás subido a una roca, el hombre ante la inmensidad de la naturaleza se llamaba.

Terreno lejano


Todo salió mal. Y ahora llevábamos un cadáver en el maletero. Mientras observaba de reojo a mi colega Bruno, no podía desprender de mi retina cómo le había volado los sesos al tipo sin ni siquiera decir esta boca es mía. Apenas unas milésimas de segundo. Visto y no visto. Un disparo certero entre ceja y ceja fue suficiente para que el hombre de negocios, que se negaba a pagar a nuestro jefe la cuota por protección, pasase a mejor vida. Aquél era mi primer cadáver. La primera vez que vislumbraba la muerte tan cerca. Por suerte, nadie se había dado cuenta del trágico suceso, salvo tal vez el gato que vagaba errante por el callejón a las cuatro de la madrugada. Después de liquidarlo, cargamos el cuerpo en el coche y nos largamos a toda prisa como si el diablo nos persiguiera. Debíamos llevar al muerto a algún descampado, una zona alejada de la civilización para evitar que la policía nos incriminase. Bruno contempló la opción de descuartizar el cadáver. Cortarle los dedos de la mano, la cabeza y los dientes, por si algún médico conservaba en su registro dental los datos del tipo. A mí me dio pavor sólo con pensarlo. No me imaginaba con la sierra eléctrica, troceando las partes de su anatomía. La mejor opción y la más viable consistía en localizar un lugar apartado, un sitio donde jamás diesen con el empresario y luego enterrarlo. Podíamos cavar una fosa profunda y echar cal para que el cadáver desapareciera.

Mientras Bruno cruzaba la frontera de Sacramento pensé en lo que ocurriría si nos detenía la policía. Un faro estropeado, un problema en el vehículo o cualquier estupidez podía ser motivo más que suficiente para que una patrulla parase el coche, nos hiciera salir y lo registrara. De veinte años a cadena perpetua.

—Entra por ahí—dije entretanto divisaba en la distancia una zona bastante apartada—. Podemos cavar un foso unos kilómetros más allá.

Paramos en una zona desierta. Salimos del vehículo y al hacerlo comprobamos una cosa un tanto extraña. El maletero se encontraba abierto y el cadáver no estaba. Había restos de sangre como si hubiésemos perdido la carga.

—Por esta zona hay mucho chorizo—dijo Bruno intentando buscar una explicación lógica.

—¿Quién coño se va a llevar un cuerpo?

Y nos quedamos pensativos, al tiempo que contemplábamos el resplandor de las estrellas.

En el vacío


No sé muy bien lo que me llevó a robar aquel Cadillac. Tan sólo forcé la puerta, hice un puente y arranqué el coche. Tomé una de las salidas en dirección a la colina y conduje por la carretera. Eran las tres de la madrugada y sentía que debía hacer algo. El aire me daba de perfil. Había tenido una noche desastrosa jugando al póquer. Las cartas nunca me acompañaron desde el inicio de la partida. De modo que había perdido la nada desdeñable cifra de veinte mil dólares, los ahorros de toda una vida.

Ahora tan sólo podía pensar en ese instante. ¿Dónde dormiría esa noche? O, ¿qué haría si no podía pagar el alquiler del apartamento? Eran preguntas que desde luego no me importaban. Había ido a Hollywood una década atrás a probar suerte como guionista, pero tras tres años de película en película, lo único que había conseguido era una úlcera de estómago a causa del alcohol y de los continuos cambios que proponían los productores en mis historias. Para bien o para mal me sentía como un estropajo de usar y tirar. Mis escritos servían para producir filmes de serie B. Cutres bodrios financiados por la iglesia evangélica y cuyos protagonistas eran meros aficionados incapaces de aprender un diálogo.

Conduje hasta la colina. Detuve el Cadillac y pensé en que si me tiraba al vacío nadie me echaría de menos, bueno quizá algún cinéfilo si reparaba en mi nombre impreso en los títulos de crédito. Tampoco tenía a nadie en casa que me estuviese esperando. Así las cosas, pisé el acelerador y regresé a la carretera. Conduciría hasta el final, hasta que se terminara la última gota de gasolina. Y luego… Bueno, ya vería.

¡Sorpresa!


Piensas en hacerlo bien. Te convences de que esta vez no meterás la pata. Así, preparas la fiesta sorpresa de cumpleaños para que no se entere el interesado. Alquilas un local, lo habilitas para la ocasión. Ya sabes, un poco de decoración por aquí, unas cuantas mesas por allá. Traes el ordenador de casa. Seleccionas con minuciosidad la música que va a sonar en la fiesta. Luego elaboras una pequeña lista con lo que necesitas y vas a comprar sabiendo que perderás la tarde. A la hora de pagar reparas en que las cajeras del supermercado te observan de forma extraña mientras pasan los códigos de barras de seis botellas de whisky, diez de vodka, tres de ron y veinte de Coca cola. Haces ademán como queriendo decir que no eres un alcohólico y que esto no te lo vas a beber tu solo, que seguramente irán a la fiesta otros treinta tíos. Después te encargas de llenar el sitio con las provisiones de turno. Total, la broma te sale por una pasta gansa. Más tarde, llamas por teléfono al resto de colegas. Y les adviertes que no digan ni una palabra a quien cumple los años. Que va a ser una noche bestial y que todos van a disfrutar. Por último, te tomas la molestia de llamar al tipo para quien has preparado con tanto esmero la fiesta sorpresa. El chaval entra por la puerta. Y te quedas estupefacto al ver su rostro al tiempo que un coro de voces pronuncia su nombre y un felicidades. Satisfecho, te acercas al tío, le das una palmada en la espalda además de un buen tirón de orejas mientras te suelta: no, si mi cumpleaños no es hasta dentro de tres meses. Y entonces… Bueno entonces te quedas con cara de gilipollas.

El armario



He salido del armario. Llevaba mucho pensándolo y tras largas deliberaciones debo asumir las consecuencias que este acto conlleva. Sí, soy un poco mariposón para aquél que no lo sepa. Siempre me ha gustado ir de flor en flor y alimentarme del néctar prohibido. Pero para bien o para mal soy así. Y no lo puedo remediar desde que nací siendo una pequeña larva. Y no, no piensen mal porque no soy gay ni nada de eso.

Soy la pollilla que lleva meses en tu armario, ésa que ha ido devorando los tejidos de lana hasta dejar agujeros en tus prendas delicadas. Soy saprófago (o si lo prefieres, que me alimento de materias en descomposición) y a partir de ahora voy a hacer un favor al inquilino de este piso. El sujeto posee una envidiable estantería repleta de libros aunque creo que hace años que no lee ninguno. Me lo ha dicho una prima mía, un insecto psocóptero, que lleva semanas apolillando los volúmenes encuadernados en la biblioteca de la casa. Espero que el papel sepa bastante mejor que la lana. ¡Ah y espero no volverme tarumba devorando tanta letra estúpida que no sé qué significa!

En el cine



Cuando entré en el cine tenía pensado ver aquella película. Una mezcla de terror y suspense, una de esas superproducciones de Hollywood sin argumento profundo, concebidas para pasar un buen o mal rato, según se mire, comiendo palomitas y abrazando a tu chica.

Me instalé en las últimas butacas libres y esperé a que apagasen las luces. Justo delante de mí, dos jóvenes alababan las virtudes anatómicas de la protagonista. Mencionaban ciertas fotos que circulaban por la red de la actriz desnuda. Después comenzaron a contar de qué iba la película. No hay cosa que más me moleste que un par de estúpidos diseccionen hasta el último fotograma del film que he ido a ver.

—Sí, se la cargan—dijo solemne—. Creo que el monstruo la persigue por un bosque y luego la asfixia.

Tuve ganas de soltar un gancho de izquierda en el semblante del chico. Pero no lo hice. Me apoyé contra el respaldo y deseé que el proyeccionista pusiese a andar la bobina. El cine quedó a oscuras. Aun así la voz del chico continuó resonando en mi cabeza como el eco del viento en una gran arboleda.

Sin pensármelo dos veces, cogí mi jersey y lo coloqué alrededor del cuello del chaval que hablaba sin parar. Durante un instante pensé en que iba a gritar. Y apreté fuerte como no lo había hecho nunca antes en mi vida.

En la sala sólo se escuchaban las voces de los dobladores. Para mi estupefacción su amigo ni siquiera se había dado cuenta de que había silenciado a su compañero para siempre. Salí del cine como una sombra, bajé las escaleras que daban a la calle y pensé en que ahora era yo un homicida. El asesino de los cines Bretón titularían mañana en la portada de los diarios locales y nacionales.

RUB


¿A dónde van los patos de Central Park cuando el lago se hiela?