Cruzar la acera

Agustín deseaba cambiarse a la acera de enfrente. El movimiento implicaba cruzar la vía por un lugar donde no existían ni pasos de cebra ni semáforos, tan sólo una jauría de vehículos a toda velocidad que no reparaban en los viandantes. Trescientas quince muertes en los últimos trescientos sesenta y cinco días. Casi a una defunción diaria. Y el ayuntamiento no había movido ni un solo dedo. Así hay más empleo en el pueblo, debían pensar los concejales. El problema estribaba en que en los últimos meses atropellaron a dieciséis ancianos que dejaron de suponer un gasto para las arcas de la tesorería de la seguridad social. Al hallarse viudos, no volvieron a percibir la pensión y el gobierno se ahorró cerca veinte mil euros mensuales. Como nadie reclamó daños y perjuicios algunos eruditos plantearon trasladar aquella política urbanística a las ciudades. El déficit del país se reduciría de forma increíble y contribuiría a mejorar una decrépita economía. Así, plantearon crear autopistas dentro de Madrid, Barcelona, Valencia y Bilbao. Los coches circularían a sus anchas. A toda velocidad, sin límites. Las primeras en padecer las consecuencias del nuevo giro político fueron las ancianitas que optaban por quedarse en casa, atrincheradas en el sofá mientras rezaban para que no se les terminasen los alimentos almacenados en la despensa. Algunos valientes se atrevían a cruzar la carretera. Se jugaban la vida a cada instante. Una manada de coches a doscientos treinta se acercaba rauda por el flanco izquierdo. El derecho tampoco era ajeno a este fenómeno. Y de pronto. Plas. Cuerpo humano estampado contra una luna y posterior esquela en el periódico. En apenas unos meses la población del país se redujo de cuarenta millones a la mitad. Al medio año ya sólo quedaba un tercio. Cruzar la vía se convirtió en un acto de kamikazes. Mientras tanto, Agustín esperaba y esperaba, deseando cruzar la carretera y pasar a la acera de enfrente.

Amor por la vida

No se puso a llorar porque quería economizar las lágrimas. En tiempos de crisis cualquier esfuerzo se podía pagar. Se había convertido en una cifra en el INEM hacía un par de semanas cuando en la distribuidora de libros para que la que trabajaba le echaron a la calle. Sus jefes le acusaron de robar una goma elástica. Al menos, no le sucedió lo que a Juan, que lo largaron después de un problema intestinal y tupir la taza del váter de la empresa. El desliz estomacal costó a la distribuidora quinientos doce euros porque dieron antes de tiempo baja al seguro. Pensó en que las cosas se encontraban mal, pero que cuando dejase de recibir el subsidio por desempleo se pondrían muchísimo peor. ¿Dónde viviría? ¿Qué haría? Se hacía esas preguntas cada noche mientras escuchaba de fondo los jadeos y muelles oxidados de la cama de los vecinos del 5ºA. Ni siquiera los llantos de su hijo recién nacido o la indiferencia de su mujer cuando cruzaban sus miradas parecían causarle efecto. No encontraba trabajo en ningún lado. Cada día echaban a gente de concesionarios, constructoras, supermercados y fábricas. Sobraban personas por todos los sitios. Hacía varios meses que dejaron de pagar la hipoteca del piso, el seguro del coche, las letras del garaje. En breve llegaría la orden de desahucio del juzgado. ¿Qué sería de sus vidas? Y se puso a reír. Al menos el sentido del humor no lo había perdido, todavía.

Clon virtual


Esta mañana me he llevado una sorpresa cuando al abrir un correo electrónico enviado desde una cuenta secreta he descubierto a mi yo cibernético. Al principio pensé en mi imagen proyectada en un cristal que sale del espejo y suplanta mi personalidad en el ciberespacio. Luego, me puse a investigar, a buscar indicios acerca de mi yo virtual. Seguí su rastro a través de webs obscenas, foros de deportes y páginas en la que el navegador no se atrevía ni siquiera a entrar. En apenas unos minutos descubrí que se apellida igual, tenía mi aspecto (pelo gris, ojos achinados, barba menuda y metro setenta), se vestía en las mismas tiendas y le inquietaban similares problemas. Es curioso, el rastro que puede dejar una IP en internet. Tan solo esperaba que mi clon virtual fuese una versión mejorada. Porque en caso de heredar mis fobias podía pasarse horas comprobando si había cerrado la puerta de casa, los grifos de la cocina, si conectó antes de salir la alarma o si apagó el monitor después de desconectarse a la red. Fantaseaba con que tuviese más éxito con las mujeres. De otro modo también se le habrían quemado las pestañas de visualizar en el monitor millones de páginas porno. Deseé que tuviese montones de billetes almacenados en el banco en una cuenta de doce o trece cifras. Y en caso de que algo le sucediera, el heredero del replicante virtual sería el original. O sea yo. ¿O no? Claro que si al gemelo cometía algún delito todos los indicios podrían apuntar a… ¿Mí?

Rocky


Mi perro Rocky es un genio. Una eminencia en su especie. Sabe planchar, fregar, hacer la colada, barrer, sacar la basura e incluso bailar cuando sale al parque. Además, en los últimos tiempos le estoy enseñando la tabla de multiplicar. Si le pregunto cuánto son tres por dos, enseguida mueve la cola, desaparece de la habitación y al rato regresa con un folleto entre los dientes con la oferta de Carrefour. Buen perrito, le digo. Recientemente ha adquirido una curiosa afición. Se ha especializado en sustraer el periódico de los vecinos. Yo le comento que eso está mal, que no debe hacerlo más. Sin embargo, encoge las patas, y mira hacia uno y otro lado, como diciendo que así ahorra a su amo un montón de pasta. Ayer, nos tocó la lotería y lo envié al banco para que cobrarse el décimo. Desde entonces no sé nada. Ya me lo imagino en el Caribe de fiesta, con treinta millones de euros, en compañía de su amigo Curro, el de los anuncios.

Rebajas


Descuentos. Descuentos alucinantes. Descuentos increíbles. Descuentos imposibles. Más descuentos. Semana fantástica. Ocho días de oro. 3x1. 3x2. -70%. ¡Chollo! Oportunidad única. Rebajas. Super Rebajas. Más Rebajas. Segundas rebajas. Terceras rebajas. Decimonovenas rebajas. Remate final. Liquidación total. A precio de saldo. Casi regalado. Esperaré unos días para hacer mis compras porque a este paso seguro que me salen gratis.

Androides


Una bomba nuclear había devastado el planeta. Ahora en el 2067 las máquinas dominaban la tierra. Los humanos sobrevivían como podían ocultos en cuevas. Yo era uno de los pocos que combatía a los androides. El Post-Apocalsis había llegado. Mis armas eran una pistola y unas cuantas metralletas. De pronto la criatura deforme de metal vino hacia mí como alma que llevaba el diablo. Divisé sus ojos, su nariz forjada a base de acero y unas ramificaciones de cables que parecían ser sus manos. Iba a matarme. Lo sabía, pero vendería cara mi piel. Por un instante me sentí del mismo modo que el protagonista de la novela Soy leyenda de Richard Matheson. Apunté con el AK 47 a aquella bestia que al igual que sus compañeros deseaba ser la raza por excelencia del planeta. Aquellos robots tenían un ordenador implantado en su cabeza que pensaba por sí mismo. Eran más inteligentes que el ser humano, carecían de sentimientos, de metas y de sueños. Tan sólo tenían en mente terminar con todo aquello que tuviese vida ya fuera árboles, insectos o plantas. Se fabricaban en serie en la vieja planta de una fábrica. En breve colonizarían todos los rincones del mundo y poseían una ventaja respecto a cualquier especie. No se alimentaban, apenas necesitaban un poco de energía para sobrevivir. Hice fuego sobre el ser de metal. Saltaron chipas. El androide se acercó. Podía sentir su calor, la energía estática que irradiaba. Sin embargo, mis balas no surtieron el efecto deseado.

—¡Vas a morir!—me dijo con una voz similar a la de C-3PO.

Noté cómo me atravesaba el filo del metal. La sangre brotó y caí al suelo igual que un saco de huesos. “Insert coin”, me indicaba la maquina de aquel videojuego.


—¡Joder!—me han vuelto a matar me dije, mientras regresaba a la realidad y buscaba en el bolsillo del pantalón otra moneda de veinticinco pesetas.

Fatalidades



Tenía unas ganas bestiales de largarme de aquella playa. Las vacaciones habían sido un infierno. El hotel de cinco estrellas resultó ser de menos diez estrellas. Las camas de la habitación parecían haber sido extraídas de una escombrera. El retrete se asemejaba a un pozo ciego y de la ducha salía el agua mezclada con barro. La cama, es decir, un jergón de espuma estaba habitado por chinches, garrapatas y cualquier bacteria peligrosa. Pero eso no lo descubrimos hasta la mañana siguiente cuando comprobamos delante de un espejo la selva de picaduras, granos y hematomas diseminados por todas las partes del cuerpo. Hasta en la entrepierna se nos metieron aquellos bichos.
Mi mujer decía que teníamos que ser positivos. Habíamos pagado cinco mil euros por aquel viaje, de modo que debíamos disfrutar del itinerario que nos había preparado la agencia. Así, visitamos un parque natural en plena selva donde un león fugado casi nos devoraba. Al parecer el animalito se había fugado aprovechando un descuido de los cuidadores. Tuvimos suerte porque el rey de la selva sólo se ensaño con el coche. Eso sí, pasamos un rato desagradable observando sus fauces y sus dientes afilados como los colmillos de un vampiro, mientras rezábamos para que no rompiese el cristal y nos zampara. Tras seis horas de espera, varios indígenas del lugar lograron reducir a la bestia. Aun así, lo peor vino después, a la hora de la cena. Se trataba de un buffet libre compuesto de hojas, algas, plantas y lechugas. Al parecer en aquel sitio todos estaban a dieta. A mi mujer, una señora de cincuenta años, veinte kilos de más que se zampaba cualquier golosina que estuviese delante de sus ojos le parecía fantástico. A mí, adicto a la carne, una mierda.

Harto, decidí dar un paseo por la playa. Enseguida vislumbré el sol en la distancia igual que una piedra expuesta al fuego. A esas horas corría el aire y el mar se hallaba en calma, entretanto los peces se deslizaban inasibles por el agua. Coloqué mis posaderas en una roca y contemplé embobado el paisaje creyendo que únicamente por aquella magnífica panorámica el viaje merecía la pena. Por un instante experimenté la misma sensación que aquel individuo pintado por Friedrich siglos atrás subido a una roca, el hombre ante la inmensidad de la naturaleza se llamaba.

RUB


¿A dónde van los patos de Central Park cuando el lago se hiela?