Te dije te quiero solo una vez. Nos besamos de verdad en dos ocasiones. Al tercer intento te quedaste embarazada. Soñamos despiertos cuatro veces. Y nos tiramos los trastos a la cabeza en cinco ocasiones. A mitad de año diste a luz, de forma precipitada, seis veces.
Observó el pliego de papel en blanco y sintió una punzada en la tripa. Llevaba días luchando contra aquella idea que deambulaba por su mente como un viajero errante. Escribir implicaba dejarse la piel en leer, corregir, borrar, sobrescribir y tirar folios y folios a la basura durante años o décadas. Además, cabía la posibilidad de que ese esfuerzo no tuviera nunca recompensa. Nada aseguraba a un escritor que su obra viera algún día la luz, como mucho llegaría a vislumbrar la sombra del cajón del escritorio o la hoguera. La escritura era un trabajo duro, agotador, donde podía dejarse el alma sin obtener ningún fruto. Aquel viaje literario transcurría por un territorio hostil, plagado de baches, donde las musas y los milagros no existían, solo la perseverancia y el trabajo. La pluma descansaba paciente sobre el tintero a que tomara una decisión. Ser o no ser escritor, ésa es la cuestión, se dijo Shakespeare mientras a lo lejos distinguía el cielo azul como un extenso mar de seda.
Publicado por
RUB
miércoles, 29 de diciembre de 2010
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El detective le encañonó con el arma desde el otro lado de la habitación. El escritor observó su imagen recortada entre las sombras. Reparó en su estatura que sobrepasaba los seis pies, en su mirada aguda y penetrante y en su nariz fina y aguileña que le otorgaban un aire de viveza. Distinguió su gorra inconfundible, el abrigo y la capa. El escritor volvió a fijarse en la pistola y entonces, sus manos temblaron y una película de sudor se deslizó con celeridad por su frente. Vio que le apuntaba a los ojos. Tenía buena puntería. Él y los miles de lectores de The Strand Magazine lo sabían. —Si quieres tirar a Moriarty por las cataratas del Reichenbach adelante, pero yo no salto ni de coña —comentó el detective. —Quizás podamos llegar a un arreglo —dijo Arthur Conan Doyle con una voz ronca como el arrullo de una paloma enferma. —Más te vale ¡Y ya de paso me gustaría que me buscases una novia! ¡Ah, y que esté buena!
Antes era mulero, trasportaba dentro de mi estómago droga para evadir los controles de la policía. Una vez, incluso llegué a llevar en mi interior doscientas bolas o bellotas que sumaban seis kilos de heroína. Hace unos años tuve una mala experiencia. Una de las bolas se rompió y casi me voy al otro barrio. Desde entonces opté por cambiar de sector. Ahora me dedico a ser mula, pero de otro tipo de producto. En los últimos meses he ingerido tanto hilo de cobre que he dejado tiesos a los constructores de la zona. Los expertos lo han denominado crisis del ladrillo.
Era un amante de los animales. Siempre que veía a un perrito jugando en el césped del parque se acercaba, le acariciaba el cráneo, le frotaba con cariño la barriga y le daba algo de comer. Con aquél se dijo, ya van treinta y nueve, envenenados este mes.
Nada hijo, puedes enviarme un sms a Papá Noel, espacio y el juguete que deseas para esta Navidad. Cuantos más mensajes me envíes más regalos te llevaré el 25 de diciembre. Aunque si lo prefieres también puedes entrar en mi página web y vas añadiendo en el carrito de la compra los juguetes que quieras. ¡AH, Feliz Navidad!
Se necesita persona responsable, con titulación universitaria, MBA, tesis doctoral terminada y conocimientos de alemán, inglés e italiano. Se valorará don de gentes, fluidez verbal, buena presencia y que le guste disfrazarse. ¡Anda que no piden requisitos para ser Rey Mago en el centro comercial!
Acabo de salir de la cárcel por una confusión. Mi mujer me dejó ayer. Y el médico me ha diagnosticado un problema de eyaculación precoz. —¡Qué pases unas buenas vacaciones! —me espetó mi jefe antes de despedirme.
No era un fantasma quien surgió entre la niebla, era yo muerto de miedo. Vestía una cazadora gris, cuyos pliegues me ocultaban parte del acné. Debía hacerlo rápido. Entrar y salir, sin titubeos. Era algo sencillo. Atravesé el umbral de la puerta y el chirrido de una campanilla se propagó por el local. Observé al tipo frente a mí. Me llevé las manos al bolsillo izquierdo de la cazadora. —¿Qué desea?—me preguntó. Era ahora o nunca. Aquella era la línea que separaba a los hombres de los niños. —¿Me da una caja de preservativos?
Después de veinte años de condena todavía puedo recordar la sangre goteando en el suelo, los sesos de la víctima esparcidos por la pared, el rostro de los familiares en la sala mirándome de forma acusadora. El informe no dejaba lugar a dudas. Nueve puñaladas certeras cosieron el cuerpo del muerto. En la cárcel se cuenta con mucho tiempo libre. Paso los días en la biblioteca estudiando una carrera, leyendo libros o construyendo alguna maqueta a escala para matar el tedio. Hay días en que desearía salir. Ir a la playa, pisar la arena, zambullirme en el mar o disfrutar del sol. Pero estoy detrás de unas rejas. Varias veces me han llevado a un comité para concederme la libertad condicional y reducirme la pena. Pero yo sigo en mis trece. Lo volvería a hacer, les digo, me volvería a inculpar para salvar a mi hijo.
Agustín deseaba cambiarse a la acera de enfrente. El movimiento implicaba cruzar la vía por un lugar donde no existían ni pasos de cebra ni semáforos, tan sólo una jauría de vehículos a toda velocidad que no reparaban en los viandantes. Trescientas quince muertes en los últimos trescientos sesenta y cinco días. Casi a una defunción diaria. Y el ayuntamiento no había movido ni un solo dedo. Así hay más empleo en el pueblo, debían pensar los concejales. El problema estribaba en que en los últimos meses atropellaron a dieciséis ancianos que dejaron de suponer un gasto para las arcas de la tesorería de la seguridad social. Al hallarse viudos, no volvieron a percibir la pensión y el gobierno se ahorró cerca veinte mil euros mensuales. Como nadie reclamó daños y perjuicios algunos eruditos plantearon trasladar aquella política urbanística a las ciudades. El déficit del país se reduciría de forma increíble y contribuiría a mejorar una decrépita economía. Así, plantearon crear autopistas dentro de Madrid, Barcelona, Valencia y Bilbao. Los coches circularían a sus anchas. A toda velocidad, sin límites. Las primeras en padecer las consecuencias del nuevo giro político fueron las ancianitas que optaban por quedarse en casa, atrincheradas en el sofá mientras rezaban para que no se les terminasen los alimentos almacenados en la despensa. Algunos valientes se atrevían a cruzar la carretera. Se jugaban la vida a cada instante. Una manada de coches a doscientos treinta se acercaba rauda por el flanco izquierdo. El derecho tampoco era ajeno a este fenómeno. Y de pronto. Plas. Cuerpo humano estampado contra una luna y posterior esquela en el periódico. En apenas unos meses la población del país se redujo de cuarenta millones a la mitad. Al medio año ya sólo quedaba un tercio. Cruzar la vía se convirtió en un acto de kamikazes. Mientras tanto, Agustín esperaba y esperaba, deseando cruzar la carretera y pasar a la acera de enfrente.
No se puso a llorar porque quería economizar las lágrimas. En tiempos de crisis cualquier esfuerzo se podía pagar. Se había convertido en una cifra en el INEM hacía un par de semanas cuando en la distribuidora de libros para que la que trabajaba le echaron a la calle. Sus jefes le acusaron de robar una goma elástica. Al menos, no le sucedió lo que a Juan, que lo largaron después de un problema intestinal y tupir la taza del váter de la empresa. El desliz estomacal costó a la distribuidora quinientos doce euros porque dieron antes de tiempo baja al seguro. Pensó en que las cosas se encontraban mal, pero que cuando dejase de recibir el subsidio por desempleo se pondrían muchísimo peor. ¿Dónde viviría? ¿Qué haría? Se hacía esas preguntas cada noche mientras escuchaba de fondo los jadeos y muelles oxidados de la cama de los vecinos del 5ºA. Ni siquiera los llantos de su hijo recién nacido o la indiferencia de su mujer cuando cruzaban sus miradas parecían causarle efecto. No encontraba trabajo en ningún lado. Cada día echaban a gente de concesionarios, constructoras, supermercados y fábricas. Sobraban personas por todos los sitios. Hacía varios meses que dejaron de pagar la hipoteca del piso, el seguro del coche, las letras del garaje. En breve llegaría la orden de desahucio del juzgado. ¿Qué sería de sus vidas? Y se puso a reír. Al menos el sentido del humor no lo había perdido, todavía.
Esta mañana me he llevado una sorpresa cuando al abrir un correo electrónico enviado desde una cuenta secreta he descubierto a mi yo cibernético. Al principio pensé en mi imagen proyectada en un cristal que sale del espejo y suplanta mi personalidad en el ciberespacio. Luego, me puse a investigar, a buscar indicios acerca de mi yo virtual. Seguí su rastro a través de webs obscenas, foros de deportes y páginas en la que el navegador no se atrevía ni siquiera a entrar. En apenas unos minutos descubrí que se apellida igual, tenía mi aspecto (pelo gris, ojos achinados, barba menuda y metro setenta), se vestía en las mismas tiendas y le inquietaban similares problemas. Es curioso, el rastro que puede dejar una IP en internet. Tan solo esperaba que mi clon virtual fuese una versión mejorada. Porque en caso de heredar mis fobias podía pasarse horas comprobando si había cerrado la puerta de casa, los grifos de la cocina, si conectó antes de salir la alarma o si apagó el monitor después de desconectarse a la red. Fantaseaba con que tuviese más éxito con las mujeres. De otro modo también se le habrían quemado las pestañas de visualizar en el monitor millones de páginas porno. Deseé que tuviese montones de billetes almacenados en el banco en una cuenta de doce o trece cifras. Y en caso de que algo le sucediera, el heredero del replicante virtual sería el original. O sea yo. ¿O no? Claro que si al gemelo cometía algún delito todos los indicios podrían apuntar a… ¿Mí?
Mi perro Rocky es un genio. Una eminencia en su especie. Sabe planchar, fregar, hacer la colada, barrer, sacar la basura e incluso bailar cuando sale al parque. Además, en los últimos tiempos le estoy enseñando la tabla de multiplicar. Si le pregunto cuánto son tres por dos, enseguida mueve la cola, desaparece de la habitación y al rato regresa con un folleto entre los dientes con la oferta de Carrefour. Buen perrito, le digo. Recientemente ha adquirido una curiosa afición. Se ha especializado en sustraer el periódico de los vecinos. Yo le comento que eso está mal, que no debe hacerlo más. Sin embargo, encoge las patas, y mira hacia uno y otro lado, como diciendo que así ahorra a su amo un montón de pasta. Ayer, nos tocó la lotería y lo envié al banco para que cobrarse el décimo. Desde entonces no sé nada. Ya me lo imagino en el Caribe de fiesta, con treinta millones de euros, en compañía de su amigo Curro, el de los anuncios.