Cruda realidad



Trabajaba en una agencia de publicidad y como la “cosa” estaba tan mal, en los anuncios empezamos a ahorrarnos el diseño y las palabras para futuras campañas. Aquel ahorro en creatividad nos llevó a dejar de pensar. Total, ¿para qué estrujarse la cabeza si ni nadie deseaba anunciarse? En apenas dos días dijimos adiós al binomio fantástico de Gianni Rodari, a la asociación de ideas, al brainstorming o a las analogías. Después vino el ahorro en luz y dejaron de encenderse las bombillas. Tanto las del techo como las de nuestras cabezas. A esta huelga de neuronas, le siguió un recorte en los gastos de la empresa. Se dejaron de comprar folios, bolígrafos y lapiceros. Lo siguiente fueron los sueldos. Y finalmente, llegó la desidia. Ante la mala situación prescindimos del habla. Nadie deseaba articular vocablos ni gastar energías en inútiles conversaciones.

Éramos como aquellos seres de la película
La Legión de los hombres sin alma. Sujetos carentes de metas, objetivos e ilusiones y que deberíamos estar muertos como afirmaba Paul Auster en la Música del azar. Para superar la depresión, esa tarde abrí un libro y me puse a leer. Leer obligaba a pensar, posibilitaba viajar a otras épocas sin moverse del sofá, permitía adentrarse en la vida de otras personas y zambullirse en aventuras increíbles. Imaginé estar muy lejos de allí, sin hipoteca, ni letras, en un país que no hubiese vivido los últimos diez años del ladrillo, en un lugar sin políticos ni mentiras, donde decías hola y la gente te devolvía el saludo, en un planeta donde no pagaran seis millones de euros por un tío que daba patadas a una pelota y los niños no muriesen cada tres segundos en el Tercer Mundo.

—Deja de leer —dijo mi mujer—. Es hora de ir a trabajar.
Y regresé de nuevo a la jodida realidad.