Enfermedades


La paciente entró en la consulta con la cara estreñida. Le dolía levemente el dedo índice de la mano izquierda. No sabía el motivo. Aun así, pidió cita en el consultorio para que la viese su médico de cabecera. En los últimos tiempos se había convertido en una asidua de las sala de espera. La señora mayor conocía los semblantes de las enfermeras, los de quienes aguardaban turno para el practicante o los de aquellos que aguantaban estoicamente a que el médico saliese del despacho con las recetas hechas. Al entrar en la consulta se fijó con minuciosidad en el mobiliario; observó la camilla, el ordenador un poco anticuado y una estantería con los anaqueles curvados a consecuencia de los gruesos tomos sobre medicina general.

—¿Qué le ocurre?—preguntó un hombre con la cabeza semejante a una bola de billar, ojos negros y ataviado con una bata blanca en la que se podía leer el nombre de Saturnino.

—Es el dedo. Noto como una especie de pinchazo.

Saturnino tomó la falange en cuestión, apretó y la señora mayor soltó un ayyy que pudo escucharse en todo el centro asistencial.

— ¿Es grave?

Sí, pensó para sus adentros el médico de cabecera, tan grave que con que hubiese metido el dedo en hielo hubiera sido suficiente, tan grave como las doce veces anteriores en el último mes cuando un dolor en la oreja, un grano en el trasero, cierto picor en una ceja o un leve escozor en la ingle habían supuesto una visita al médico. Al paso que iba aquella señora mayor no era de extrañar que en breve el encargado de recursos humanos la metiese en nómina. Durante un instante el cirujano se preguntó si sus servicios tuviesen un coste simbólico, ¿cuántos de estos pacientes que gozaban de una estupenda salud y se preocupaban por tonterías dejarían de venir? Cuando la mujer salió del despacho con la receta en la mano un único pensamiento flotaba en su mente: bueno ahora toca incordiar a otro.