Cuando entró en la habitación con el pelo manchado de restos de tierra, la camisa arrugada a consecuencia del forcejeo y los pantalones rotos, le dije que tomase asiento en el sofá. Me miró casi sin comprender. Sus ojos estaban inyectados en sangre y su vista se desvanecía de vez en cuando, como la de un miope cuando se desprende de las gafas. Además su piel, blanquecina, parecía estar embadurnada con un alto factor solar. Notaba algo extraño, pero no sabía muy bien qué. Echó un vistazo a su alrededor y sólo reconoció a la rubia de ojos azules, alrededor de treinta años, figura de modelo, esculpida en dietas y aparatos de gimnasio, abonados con su tarjeta de crédito en los últimos años. Si la me memoria no le fallaba aquella era su mujer.
—Ca… cariño, estás de vuelta—susurró ella al tiempo que se acercaba de forma sensual a él.
—Ponle una copa. Se lo merece—dije en alto, mientras observaba el cuchillo clavado en su espalda y la sangre escandalosa, goteando en la moqueta.
Ya habría tiempo de enterrarlo otra vez.
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