Lunch


Solía acudir a aquel comedor de la plaza desde hacía varios años. El menú era nutritivo. Los precios asequibles para cualquier bolsillo un poco apurado. Con el tiempo, me familiaricé con los trabajadores e hice amistad con algunos de los clientes. Mientras degustábamos un plato de arroz, lentejas, salmón o pollo, conversábamos sobre deportes, noches de fiesta y mujeres, charlas triviales que amenizaban la comida y nos procuraban más de una carcajada.

El local era bastante agradable y espacioso. A veces, solía hacer comentarios con las camareras e incluso una vez, conseguí una cita con una. Aunque la cosa no funcionó pues se confrontaron dos personalidades opuestas. Casi siempre me sentaba en un rincón del local y saboreaba el olor, la textura y el encanto de cada uno de los platos como si fuese el integrante de un jurado culinario.

Aquel lugar fue durante mucho tiempo un refugio durante la sobremesa, un espacio por cuyas paredes desfilaban estudiantes, electricistas, parados, turistas, pintores, comerciales y putas. La fauna más variopinta comía y volvía a sus quehaceres cada día. No obstante, cierto día que llegué un poco antes de lo habitual me fijé en un detalle. Uno de los camareros metió una caja misteriosa dentro de la cocina. Intrigado, miré por una de las rendijas de la puerta. Y me quedé estupefacto cuando observé cómo trinchaban a un perro. Creo que estuve vomitando durante días. Y aprendí, algo obvio que me estuvo diciendo mi madre durante años, que como en casa no se come en ningún sitio.