Muerto en vida



Juan se levantó de la cama al escuchar el sonido del despertador. Se deshizo de las sábanas, se puso las zapatillas, entró en el baño y se duchó. Mientras se secaba con la toalla pensó en lo que haría durante el día. Acudiría puntual a la oficina, cogería llamadas de clientes estúpidos, a las doce se marcharía a por el correo, haría facturas y rellenaría papeles hasta que diesen las tres. De regreso, abriría la nevera, cogería el tapperware y comería lo que le hubiese preparado ese día su madre. Si la memoria no le fallaba tocaban lentejas y pollo guisado. Después vería el programa de La 2 durante un rato, no demasiado. Y más tarde volvería a la oficina a terminar las cosas que hubiesen quedado pendientes durante la mañana. A las ocho saldría y caminaría de noche por las calles. Daría un largo paseo por el parque, tomaría un par de pinchos en cualquier bar y agotaría el resto del tiempo leyendo el periódico. A última hora, tornaría a casa, se pondría cómodo, vería un rato más la tele y alrededor de las doce y media se metería en la cama donde soñaría plácidamente con los angelitos. Mientras se cambiaba sintió lástima de sí y comprendió que estaba muerto en vida, sin objetivos, ni metas que diesen sentido a su existencia.