Arturo era funcionario de correos y tenía una curiosa afición que desconocían sus superiores. Abría las cartas y los paquetes. Sabía de antemano que era un delito; sin embargo, no le importaba. Eso sí, jamás se quedaba con objeto alguno. Sólo curioseaba. Lo del robo se lo dejaba a otros. A los del departamento de giros.
Hasta ese preciso instante nadie se había enterado, ni siquiera se había presentado en la oficina ni una sola queja contra su persona. A la hora de profanar un envío era muy minucioso. Nunca rompía el envoltorio, siempre desprendía los pliegos de papel de los paquetes con tacto y los volvía a dejar como si nunca se hubieran abierto.
Entre sus hallazgos destacaban muñecas hinchables, armas, libros antiguos, bicicletas, cartas de amor, decepciones y alegrías que iban impresas en las hojas. Más que el contenido del paquete en sí, lo que verdaderamente le excitaba era el riesgo, la posibilidad de que le pillaran; cada vez que usurpaba la correspondencia ajena notaba un gusanillo en su interior indicándole que estaba vivo. Existían personas que buscaban esa sensación haciendo puenting, corriendo por la autopista a doscientos cincuenta por hora o escalando edificios sin arnés. Él lo sentía allí, en su trabajo, y encima cobraba.
Fue esa misma tarde cuando un paquete de color verde llamó su atención. Pesaba casi veinte kilos. Y procedía de Malasia. Lo cogió entre sus brazos y lo agitó. ¿Qué habría dentro? Empezó a especular con el contenido y llegó a una única conclusión: debía abrirlo. Para ello, esperó a que fuese a tomar un café su compañero de turno y se metió dentro de los servicios. Desprendió con delicadeza el papel y se topó con una caja. Quitó los pliegos de cinta aislante y levantó las solapas. De improviso una serpiente pitón saltó del embalaje, se deslizó con celeridad por su cuerpo, mordiéndole en la garganta. Arturo jamás volvió a profanar ningún paquete. Aunque ayer si que usurparon su tumba.
Hasta ese preciso instante nadie se había enterado, ni siquiera se había presentado en la oficina ni una sola queja contra su persona. A la hora de profanar un envío era muy minucioso. Nunca rompía el envoltorio, siempre desprendía los pliegos de papel de los paquetes con tacto y los volvía a dejar como si nunca se hubieran abierto.
Entre sus hallazgos destacaban muñecas hinchables, armas, libros antiguos, bicicletas, cartas de amor, decepciones y alegrías que iban impresas en las hojas. Más que el contenido del paquete en sí, lo que verdaderamente le excitaba era el riesgo, la posibilidad de que le pillaran; cada vez que usurpaba la correspondencia ajena notaba un gusanillo en su interior indicándole que estaba vivo. Existían personas que buscaban esa sensación haciendo puenting, corriendo por la autopista a doscientos cincuenta por hora o escalando edificios sin arnés. Él lo sentía allí, en su trabajo, y encima cobraba.
Fue esa misma tarde cuando un paquete de color verde llamó su atención. Pesaba casi veinte kilos. Y procedía de Malasia. Lo cogió entre sus brazos y lo agitó. ¿Qué habría dentro? Empezó a especular con el contenido y llegó a una única conclusión: debía abrirlo. Para ello, esperó a que fuese a tomar un café su compañero de turno y se metió dentro de los servicios. Desprendió con delicadeza el papel y se topó con una caja. Quitó los pliegos de cinta aislante y levantó las solapas. De improviso una serpiente pitón saltó del embalaje, se deslizó con celeridad por su cuerpo, mordiéndole en la garganta. Arturo jamás volvió a profanar ningún paquete. Aunque ayer si que usurparon su tumba.
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