Antes, cuando tenía dinero en la cuenta, acudía a la sucursal bancaria y el director salía de su oficina sólo para saludarme.
— ¿Qué tal? ¿Cómo te va la vida?—me preguntaba.
Y me daba una palmada en la espalda, se interesaba por mis hijos e incluso en alguna ocasión me llegó a invitar a un café mientras me hablaba de atractivas inversiones, formas de rentabilizar al máximo los ahorros o me enseñaba pequeños trucos para tributar menos en la declaración de la renta.
A veces, la efusividad alcanzaba cotas inimaginables. Un abrazo o un fuerte apretón de manos lo refrendaban. Tanta amabilidad me desbordaba. Y más si procedía de alguien a quien apenas veía unos minutos al mes.
Con todo, me resultaba simpático con su impoluto traje azul y su porte de ejecutivo. Muchas veces me preguntaba por qué no conseguía marcharse de aquella sucursal con sus profundos conocimientos financieros. Si uno es capaz de obtener beneficios para otros era de idiotas no hacerlo para uno mismo.
Hace unos meses mi empresa de persianas quebró. Y ahora, suelo acudir a menudo a la oficina del banco. Sin embargo, el director se muestra inaccesible. O no está o se encuentra ocupado. Lo que cambian las cosas cuando se tiene la intención de pedir un préstamo.
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