The end


Sandra comenzó a deshojar la margarita. Cuando prescindió de todos los pétalos pensó que iba a hacer en los días sucesivos. Llevaba en aquella empresa más de 12 años. En ese tiempo se había dejado el alma haciendo presupuestos, elaborando facturas, clasificando albaranes, cogiendo el teléfono y abriendo la puerta. E incluso había hecho cosas por el gerente que ni siquiera figuraban entre sus funciones como comprarle tabaco, hacer sus recados, además de cuidar de sus hijos cierto día que él y su esposa acudieron a una cena de gala en el que tan solo recibió un escueto gracias. Tantas horas perdidas por un salario bajo, con el que apenas llegaba a final de mes para pagar la hipoteca de una casa que por todos los lados hacía aguas. Tantas veces en las que ni siquiera había salido un no de su boca; tantas ocasiones en las que se tuvo que morder la lengua. Y en apenas unos minutos entraría en su despacho y recibiría la carta de despido. La razón la sabía: ninguna, pero el papel diría lo contrario: reducción de plantilla por necesidades de la producción, la crisis o lo que fuera. Podían despedirla incluso por perder un clip.

Unos segundos más tarde, dejó el tallo sobre la mesa y tiró los pétalos a la basura. En su mente flotaban varias palabras. Me despiden. No me despiden. Cuando atravesó el umbral de la puerta del gerente lo supo. Aquella película se terminaba para siempre. El The end reinaba en le horizonte como el rótulo de un bar con luces de neón. Ya no habría más madrugones para coger el autobús, ya no tendría que ir a recoger el correo todos los días y ni preocupación alguna por el sándwich que iba a comer a media mañana.

—Hemos pensado subirte el sueldo—dijo el tipo.

Ése habría sido el sueño de Sandra, pero la realidad era bien distinta.

El lunes esperaría en las largas colas del INEM demandando un empleo al igual que otros cuatro millones de parados.